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Capítulo 3 – Donde no debería estar

ido un día largo. Entre clases, recorridos por la universidad y cargar con una maqueta improvisada bajo la lluvia, lo único que quería era una ducha caliente y una cama. Pero el sofá estaba más cerca, y el sonido de la lluvia golpeando los ventanales era una canción de cuna demasiado eficaz.

Se quedó dormida ahí mismo, entre cojines, envuelta en una manta de cuadros, con el cabello mojado y la carpeta de planos abierta a su lado.

Jasper llegó pasada la una de la madrugada. El restaurante había estado a reventar. La cocina un infierno. Estaba empapado, con la espalda adolorida y la cabeza hecha trizas.

Abrió la puerta con sigilo y lo primero que vio fue eso.

A Elena. Dormida. En su sofá.

Se quedó parado, observándola unos segundos. El cabello suelto, la respiración suave, los labios entreabiertos. Una parte de él quiso despertarla. Otra solo quería quedarse ahí, mirándola como un idiota.

Pero era tarde. Ella estaba empapada. Y ese sofá era un chiste para pasar la noche.

Sin hacer ruido, fue por una toalla, se arrodilló frente a ella y le secó el cabello con cuidado, como si fuera un secreto. Después la cargó, sin pensarlo mucho.

Ella se movió apenas, murmuró su nombre entre sueños.

—Tranquila, Lena… —susurró él.

La llevó a su habitación, porque la de ella estaba desordenada, llena de maquetas y ropa. La suya olía a madera y a sábanas recién lavadas. La acostó, le acomodó la manta y apagó la luz.

Pero el destino tiene humor negro.

Cuando volvió a la sala, su celular vibró con una notificación de la universidad: clases suspendidas por alerta climática.

—Genial —murmuró.

Sin pensarlo dos veces, se metió a la ducha, se cambió y se tumbó en el sofá, listo para cerrar los ojos. Pero no pasaron ni cinco minutos cuando escuchó pasos.

Elena, con la manta arrastrando, apareció en la puerta del pasillo, desvelada y confundida.

—¿Me llevaste tú a tu cuarto?

—Sí. Estabas empapada.

—¿Y tú por qué estás durmiendo en el sofá?

—Porque mi cama ahora es tuya. No pasa nada.

Ella lo miró por unos segundos. Y luego, como si la lógica no aplicara en ese instante, soltó:

—No seas bobo. Es tu cama. Ven.

—Lena…

—Jasper.

Su tono no dejaba espacio para discusión.

Minutos después, estaban los dos acostados en la misma cama, espalda contra espalda, inmóviles como estatuas.

Y entonces, él preguntó, con voz baja:

—¿Te molesta?

—¿Dormir contigo? No. Me molesta que pienses que tienes que salvarme todo el tiempo.

Él rió suave.

—No es que quiera salvarte, Lena. Es que no puedo evitar cuidarte.

Ella se giró apenas, lo miró por encima del hombro.

—¿Y si algún día no quiero que me cuides?

—Entonces me enseñás a dejar de hacerlo.

La madrugada los envolvió. Afuera, la tormenta seguía. Adentro, el silencio empezaba a parecer otra cosa. Un lenguaje nuevo. Uno que aún no sabían hablar… pero ya estaban entendiendo.

La otra que no es ella

**Elena**

Caminaba por el campus con los audífonos puestos, la lluvia ya había parado pero el aire seguía pegajoso, como si Nueva York sudara después del sexo. Me sentía rara, más ligera. Desde que vivo con Jasper todo es… distinto. No sé si es la ciudad, la independencia o él. Tal vez los tres. Tal vez ninguno. Pero hay una calma que me asusta, porque calma antes de tormenta siempre es mala señal.

En clase de diseño estructural la profe soltó los grupos. Respiré hondo y me tocó con Camila Rivera.

Camila es de esas que entran y el salón se calla. Alta, flaca, labios pintados de rojo sangre, uñas perfectas, pelo lacio que parece planchado por Dios. Me miró y sonrió con esa dulzura que huele a veneno desde lejos.

—Holaaa, ¿te puedo decir Lena?

—Claro.

—Perfecto, entonces vamos organizando el proyecto. ¿Dónde vives? ¿Tienes tiempo para que trabajemos hoy en tu casa?

Le dije que sí, que vivo cerca, que vivo con un amigo que también estudia aquí, que se llama Jasper.

Sus ojos se encendieron como si le hubiera dicho que tengo un lingote de oro en la nevera.

—¿Jasper Hernández?

—Sí. ¿Lo conoces?

—Un poquito. Está en mi clase de teoría moderna. Es guapo. Muy guapo, la verdad.

Sonreí incómoda. Sentí algo raro en el estómago.

—Sí, supongo.

—¿Y son solo amigos… o hay algo más?

La pregunta cayó como plomo.

—Solo amigos —contesté rápido. Pero la voz me salió floja, como si me estuviera mintiendo a mí misma.

Camila sonrió con esa boca de gata que acaba de ver al canario.

—Bueno, entonces no hay problema si lo invito a salir, ¿cierto?

Me quedé muda. El corazón me dio un salto feo.

—Haz lo que quieras —dije forzando sonrisa.

**Jasper**

Llegué al apartamento cargando bolsas del supermercado, sudado del turno y con una sonrisa porque le traje su helado favorito de dulce de leche.

—Te traje esto, pelirroja —le dije dejando las bolsas en la barra.

—Gracias —respondió ella, pero tenía la cara de pocos amigos—. Oye… ¿conoces a una tal Camila Rivera?

—¿Camila? Sí, la de teoría. Alta, cabello castaño, sonrisa de comercial de pasta dental. ¿Por qué?

—Está en mi grupo de proyecto. Dijo que eras guapo. Que muy guapo.

Me reí, me encogí de hombros.

—Pues no le voy a discutir el gusto.

Se cruzó de brazos y miró para otro lado.

—También dijo que te iba a invitar a salir.

Me quedé quieto un segundo.

—¿Y eso te molesta?

Me miró fijo.

—No.

Mentira del tamaño de Nueva York.

—¿Y si te digo que voy a aceptar?

—Haz lo que quieras —repitió, pero esta vez el tono cortaba.

Me acerqué, apoyé las manos en la barra, la miré desde arriba.

—¿Lena?

—¿Qué?

—Si no te molesta… ¿por qué estás apretando tanto la cuchara?

Bajó la vista. La cuchara de helado estaba doblada, casi partida.

—Porque estás siendo idiota —murmuró.

Me reí bajito, rodeé la barra y me paré a dos centímetros de ella.

—Entonces me lo merezco —le dije, bajando la voz—. Pero escúchame bien, Camila puede decir misa, mandar fotos en bikini, lo que quiera… yo ya tengo suficientes líos compartiendo techo contigo.

Ella levantó la cara, los ojos azules clavados en los míos.

—¿Y qué significa eso?

—Que no voy a agregarle más gasolina al fuego que ya tenemos aquí dentro —le dije tocándome el pecho—. Ni loco.

Se quedó callada un segundo. Luego sonrió. Muy bajito. Casi imperceptible.

Pero yo lo vi.

Y supe que los dos estábamos jodidos del mismo modo.

—¿Y si Camila viene mañana a “trabajar” en el proyecto? —preguntó de pronto, desafiándome.

—Le abro la puerta, le ofrezco agua y la echo a las dos horas. Como siempre.

—¿Y si se queda a dormir?

La miré fijo, sin parpadear.

—Entonces duerme en el sofá. Yo duermo contigo.

El silencio se hizo denso. Ella respiró hondo, yo también.

—¿Desde cuándo eres tan territorial, Hernández?

—Desde que empezaste a cocinarme arroz con pollo y a dejar tu cepillo de dientes al lado del mío.

Se mordió el labio. Yo me acerqué más.

—No voy a tocar a Camila, Lena. Ni a ninguna otra. Porque la única que me tiene loco eres tú. Y lo sabes.

Ella no contestó con palabras. Solo me miró. Y en esa mirada estaba toda la respuesta que necesitaba.

El fuego ya estaba encendido. Solo faltaba que uno de los dos tirara la primera cerilla.

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