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Capítulo 2 – Entre café, planos y regueros

Elena despertó antes que el sol. El reloj marcaba las 6:30 a.m. y el ruido de la ciudad ya comenzaba a colarse por la ventana como una promesa de caos. Se estiró con flojera, se puso sus jeans favoritos y una camiseta blanca ajustada, se peinó lo justo y se miró en el espejo: lista para conquistar la Universidad de Columbia… o al menos para no perderse en el camino.

Jasper ya no estaba.

Encontró una nota pegada en la nevera, escrita con marcador rojo:

> "Me fui temprano. Turno en el restaurante. Nos vemos en la noche, arquitecta. Deja café, porfa. — J."

Rodó los ojos con una sonrisa.

Claro, Jasper trabajaba como ayudante de cocina en un restaurante de comida italiana cerca de la Quinta Avenida. Turnos largos, a veces dobles. Lo suyo era vivir a mil por hora.

Elena tomó su bolso, salió al andén y se zambulló en el metro como si ya llevara años en esa jungla. Llegó puntual, se sentó en la primera fila de su clase de diseño arquitectónico y abrió su libreta con emoción. El profesor era un genio medio loco, pero le encantó. Se sintió como en casa entre planos, escalas, ideas y estructuras.

Pero lo mejor del día fue volver.

Cuando abrió la puerta del apartamento, la escena era típica de un bro soltero: tazas sucias en el fregadero, zapatos tirados en el pasillo, una toalla mojada colgando del respaldo del sofá y un misterioso calcetín huérfano en la cocina.

—Por Dios, este hombre vive como un tornado —murmuró, soltando su mochila.

Se remangó, puso música de Juan Luis Guerra y se puso a limpiar. Nadie se lo pidió. Pero algo en ella no toleraba ese caos. Barrer, fregar, acomodar. Incluso lavó la ropa que encontró tirada en la cesta común.

Cuando terminó, miró la hora: 6:45 p.m. Jasper aún no llegaba. Su estómago rugía, así que decidió cocinar.

Sacó arroz, pollo, vegetales… improvisó con lo que había. Mientras la cocina se llenaba de aromas caribeños y la radio sonaba bajito, se sintió extrañamente... bien. Como si le gustara cuidar aquel espacio. Como si cuidar de Jasper, aunque él no lo supiera, le diera cierto sentido a su rutina.

A las ocho en punto, la puerta se abrió.

Jasper entró con el cabello húmedo, aún con el uniforme del restaurante y una bolsa de pan en la mano. Se detuvo en seco al ver el lugar.

—¿Qué pasó aquí? ¿Dónde están mis calcetines migrantes?

—Exiliados —dijo ella desde la cocina, levantando la espátula como bandera—. Este apartamento necesitaba una revolución.

Él rió, soltando la bolsa.

—Y huele a gloria. ¿Tú cocinaste?

—Claro. ¿O prefieres cereal con leche?

—Dios mío… ¿me estás diciendo que estoy viviendo con una mujer que cocina y limpia?

—Y además estudio arquitectura. Una joya completa.

Se sentaron a cenar. Jasper comía como si llevara días sin probar bocado. Ella lo observaba con disimulo. Su mandíbula al masticar, la forma en que cerraba los ojos al saborear, los tatuajes que asomaban por la manga arremangada…

No podía ser. Era Jasper. Su amigo. Su cómplice. Pero su cuerpo no lo sabía. Su corazón tampoco.

—Gracias, Lena —dijo él de pronto, mirándola fijo—. En serio. Esto… esto se siente como hogar.

Ella bajó la mirada. Sonrió.

—De nada, Jas. Para eso estamos los amigos.

Pero el silencio que siguió dijo otra cosa. Lo que no se dice, pero se siente en el aire caliente de la cocina, en la cercanía de los codos sobre la mesa, en las miradas que duran más de lo que deberían.

Y justo ahí, en medio de arroz con pollo y calcetines exiliados, algo empezó a cambiar.

Después de cenar, él insistió en lavar los platos. Elena se quedó apoyada en la encimera, secando. Cada vez que sus manos se rozaban bajo el agua jabonosa, un escalofrío le subía por la espalda. Jasper lo notaba; lo veía en cómo ella apretaba el trapo un poco más fuerte.

Cuando terminaron, él se secó las manos en el pantalón y se giró hacia ella.

—¿Café?

—Siempre.

Preparó dos tazas mientras ella se sentaba en la barra. La música seguía sonando bajito. Jasper se acercó con las tazas, dejó una frente a ella y se quedó de pie, demasiado cerca.

—¿Sabes qué es lo más raro? —dijo él, voz baja.

—¿Qué?

—Que nunca pensé que volvería a sentirme así de… tranquilo. Contigo aquí, todo parece encaja.

Elena tomó la taza para tener algo en las manos.

—No te acostumbres, Hernández. Todavía puedo quemarte la ropa si sigues dejando calcetines tirados.

Él soltó una risa suave y le rozó el pelo naranja con los nudillos, apenas un segundo.

—Me arriesgaré.

El roce quedó flotando entre los dos. Ninguno se movió para romperlo.

Y así, sin decirlo, empezaron a construir algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar todavía.

Una casa. Un hogar. Un nosotros disfrazado de “solo amigos”.

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