Narra Ruiz.Cuando decido que algo me pertenece, no hay cielo ni infierno que pueda salvarlo de mis manos, y esta ciudad, llena de promesas oxidadas y secretos podridos, late bajo mis botas mientras avanzo, barrio por barrio, como una plaga de la que nadie puede escapar.La estrategia no necesita de sutilezas. En este mundo, el primero que golpea es el que escribe las reglas, y yo no pienso quedarme corto.Los pequeños grupos que jugaban a ser capos tiemblan al primer rumor de mi nombre, al primer rugido de mis hombres tomando bares, mataderos, garitos olvidados por la ley; no les doy tregua, no les dejo soñar con resistir.Quiero que entiendan que esto no es una negociación: es una sentencia.Me bajo del coche —un Charger viejo que ruge como un animal salvaje— frente al "Garza Negra", uno de esos antros de mala muerte donde todavía creen que la autoridad es una pistola en la cintura y una palabra más alta que otra.Clarita está a mi lado, sus ojos grandes brillando de emoción, como s
Narra Ruiz.La noche cae como un manto sucio sobre la ciudad que empieza a susurrar mi nombre con miedo, con respeto, con la inevitable resignación de quien sabe que la muerte puede venir vestida de traje negro o de carcajada ronca, dependiendo de mi humor.Estoy en el fondo del "Cuchillo de Plata", un puto tugurio donde el techo amenaza con venirse abajo y el whisky sabe a traición, pero es el lugar perfecto para escuchar a las ratas cuando huyen del barco.Clarita se sienta a mi lado, demasiado cerca, su perfume empalagoso intentando colarse en mi nariz, en mi cabeza, en mi sangre, como si pudiese poseerme a fuerza de insistencia.Ella ríe, me roza el brazo, se ofrece en miradas y sonrisas que serían conmovedoras si no fueran tan desesperadas.Y mientras me sirve otra copa, mientras ríe de algo que no dije, el soplón entra al bar, mirando hacia los rincones, nervioso, como quien sabe que una palabra mal dicha puede costarle el alma.Me reclino hacia atrás, el vaso entre los dedos, d
Narra Ruiz.La ciudad se derrama frente a mí como una amante demasiado conocida, sucia, impredecible, peligrosa, y mientras el Charger devora calles olvidadas por Dios, yo pienso en la manera más elegante de clavar un cuchillo sin que la víctima siquiera sienta la hoja rozando su piel.No se trata de balas, no esta vez.No se trata de romper, sino de moldear.Clarita.La pobrecita está perdida.Obsesionada hasta los huesos, hambrienta de algo que nunca va a tener, pero que yo, en mi infinita generosidad, estoy dispuesto a venderle en dosis pequeñas, justas, adictivas.Sonrío para mí mismo, un gesto frío que se refleja en el parabrisas como un mal augurio.Cuando entro al "Cuchillo de Plata" otra vez, ella ya me está esperando, como una perrita bien entrenada, su vestido demasiado corto, su mirada demasiado brillante.No hace falta actuar mucho.Me acerco, me dejo caer en la silla frente a ella, aflojo el nudo de la corbata con un gesto cansado y, con una media sonrisa que he perfeccio
Narra Lorena.El sabor del polvo y la sangre seca tiene algo de hogareño si has vivido lo suficiente en los márgenes de la ciudad, donde las promesas se descomponen tan rápido como los cadáveres.Me levanto entre los escombros, la chaqueta rasgada, las manos entumecidas por el golpe, y la dignidad... bueno, esa quedó regada por el suelo como el contenido de un bolso barato.A lo lejos, escucho las risas. No las de Ruiz, no. Ojalá fueran las suyas; esas, al menos, sabría cómo arrancárselas de la garganta. No, las risas son de otros, de los carroñeros que siempre merodean cuando el cuerpo aún tiembla.Reconozco a "Pepe el Renco", cojeando como un pájaro torpe hacia mí, acompañado de "La Chola", que mastica chicle con la boca abierta como si el apocalipsis fuera un espectáculo de feria.—Mirá, mirá quién volvió a ser de carne y hueso —dice Pepe, sonriendo como si me ofreciera una limosna en forma de sarcasmo.La Chola no se molesta en disimular su desprecio.—¿Y esta era la que iba a rom
Narra Lorena.El olor a humo barato se mezcla con el sudor, el alcohol derramado y la música vomitada por los parlantes rotos. Estoy de pie detrás de la barra, pretendiendo limpiar vasos astillados mientras mis ojos recorren el lugar en busca de amenazas, de caras nuevas, de movimientos extraños. Aquí abajo, la paranoia no es un defecto; es lo que te mantiene viva.La pelirroja, Roxy se hace llamar, se acerca con una bandeja de cervezas temblorosas, mascando chicle como si quisiera romperle el cuello.—¿Te enteraste? —me dice en voz baja, lanzando una mirada rápida hacia las mesas—. El tipo que manejaba el muelle... el gordo Marlow... muerto.—¿Muerto? —repito, limpiando otro vaso con un trapo que huele peor que la basura de la cocina.Roxy asiente, tragándose el chicle de un tirón.—Y no fue cualquiera. Fue el Rey. —susurra la palabra con un respeto que no le he visto ni por su propia madre—. Ruiz. El maldito Ruiz.Mi estómago se revuelve, pero sonrío como si no supiera de quién demo
Prólogo.En la penumbra del cabaret, bajo el brillo decadente de las luces rojas, el humo espeso flotaba como un secreto no compartido. Lorena movía su cuerpo al ritmo de la música lenta, pero su mente estaba lejos. No era solo la bailarina estrella del club, sino también la mujer del hombre más temido de la ciudad: Carlo. Él la había sacado de las sombras, elevándola a una vida de lujo, poder y celos. Pero en su mundo, todo tenía un precio, y lo que brillaba más fuerte a menudo era lo primero en arder.Y luego apareció Ruiz.Con su traje impecable y su sonrisa torcida, Ruiz no era el tipo de hombre que pasaba desapercibido. La ciudad empezaba a susurrar su nombre, temido y deseado a partes iguales. Él no necesitaba promesas; la gente caía a sus pies por voluntad propia o por necesidad desesperada. No era diferente con Lorena. La había visto una vez, y desde entonces su destino estaba sellado. No porque la quisiera —eso sería demasiado simple—, sino porque necesitaba de ella para dest
Narra Lorena. Yo… no creo en las coincidencias, y mucho menos en los hombres con trajes caros y sonrisa de lobo. Ruiz apareció en el cabaret como una tormenta en plena madrugada: sin aviso, sin disculpas, y con esa forma de mirar que incomoda. Como si ya supiera algo de vos que todavía no dijiste en voz alta. A mí no me impresionan fácil. Aprendí a mirar desde los espejos sin que me noten, a detectar el peligro en los detalles. La forma en que alguien entra a un lugar, cómo inclina la cabeza cuando escucha tu nombre, si le habla primero al camarero o te clava los ojos como si ya fueras suya. Ruiz… Ruiz no vino a ver un show. Vino a verme a mí. Lo supe apenas pidió ese trago sin despegar los ojos de los míos. Como si no le importara un carajo que estuviera bailando con las piernas abiertas sobre una tarima de metal oxidado. Como si lo suyo no fuera deseo, sino estrategia. Y lo más jodido es que eso fue lo que me gustó. La mayoría de los hombres que pasan por este lugar vienen a o
Narra Ruiz. No me gusta que me revisen las cosas, ni en sentido literal, ni en sentido figurado, pero especialmente lo primero. Esa noche, después del tercer whisky y antes de que el hielo se derritiera del todo, le dije que me esperara en el sillón de mi cuarto. Un cuartucho en el hotel de siempre, con olor a tabaco rancio y alfombra vieja, pero con una vista directa al cabaret, como si eso hiciera todo más cómodo. Yo necesitaba mear, limpiarme un poco el sudor de la noche y volver al ruedo con la mente fría. No habrán pasado ni cinco minutos. Pero cuando volví, algo estaba fuera de lugar. Ella seguía ahí, sentada con las piernas cruzadas como si nada. Como si nunca se hubiera levantado. Como si no tuviera ni una puta idea de dónde guardo yo mis papeles. Demasiado quieta. Cerré la puerta y me quedé observándola desde el umbral. El espejo del baño me había devuelto mi reflejo con una gota de sangre seca en la mandíbula —recuerdo de un ajuste de cuentas temprano—, pero eso no me