555. Las monjas y la mentira.
Narra Ruiz
Me despierto otra vez con ese olor mezcla de desinfectante y cera, un aroma que no tiene nada de celestial pero que a ellas les parece puro, y me doy cuenta de que sigo en este convento disfrazado de hospital, rodeado de mujeres que creen que cada latido mío es una prueba de que Dios todavía hace milagros. Yo, milagro. Qué chiste. Si supieran quién soy, se persignarían hasta desgastarse los dedos. Pero claro, no saben nada. Para ellas soy un pobre desgraciado rescatado del río, un ahogado sin nombre que se niega a morir.
Las paredes blancas, los crucifijos, las oraciones que se cuelan por los pasillos como un murmullo constante, todo eso me rodea y me entretiene como una puesta en escena armada especialmente para mí, y yo la miro con la paciencia de un espectador que sabe que en algún momento le toca subir al escenario. No me apuro. Me dejo alimentar, me dejo cuidar, me dejo rezar encima, porque lo que menos conviene ahora es mostrarse impaciente.
La primera vez que pregunt