554. El ahogado sin nombre.
Narra Ruiz.
Abro los ojos y me quema la luz, una claridad blanca que parece atravesarme como si todavía estuviera en ese limbo entre el río y la nada, pero el latido en el pecho me recuerda que sigo acá, que sigo siendo yo, que ni el agua helada ni la mano de Tomás Villa pudieron con este corazón terco que se niega a rendirse, y me sorprende pensar que lo primero que siento es el olor a desinfectante mezclado con cera derretida, como si la muerte en lugar de abrirme las puertas del infierno me hubiese tirado en una iglesia disfrazada de hospital.
Cierro los ojos un segundo, los abro de nuevo, y ahí está: una figura de cofia blanca, arrugada, la piel curtida por los años y por los rezos, moviendo los labios en silencio mientras me acomoda las sábanas con la delicadeza de una madre que cree que todavía puedo romperme. Una monja. Claro. No podía ser de otra manera. La ironía perfecta: el rey de la mafia, el verdugo de media ciudad, resucitado bajo el cuidado de las novicias de Dios.
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