498. El recuerdo en la sangre.
Narra Dulce.
Todo pasa tan deprisa que apenas si mi cuerpo alcanza a reaccionar, como si estuviera atrapada en una especie de sueño denso del que no puedo despertar. Tomás se interpone entre los hombres que irrumpen y yo, con el torso desnudo todavía cubierto de sudor, con ese gesto de fiereza que me atraviesa, y sin pensarlo, sin siquiera dudar, alza el arma como si formara parte natural de su mano. Sus ojos, tan negros y serenos, se clavan en los míos, y entonces lo escucho, lo escucho con esa voz que me doblega y me arrastra:
—Cierra los ojos.
La orden no es un grito, tampoco una súplica; es un mandato hipnótico que me hiere y me acaricia al mismo tiempo, y en cuanto lo oigo siento que el suelo desaparece bajo mis pies porque no es solo él quien me habla, no es solo él quien me pide que me esconda de lo que va a ocurrir. Es mi padre. Mi padre en algún rincón remoto de mi memoria, en esa herida que nunca cicatrizó, diciéndome lo mismo en medio de la oscuridad, su voz cargada de una