499. Mentiras que calman.

Narra Tomás.

La observo temblar entre mis brazos, la piel húmeda, el pulso desbocado, los ojos aún nublados por el espanto y el deseo que acabo de provocarle, y siento un placer secreto en esa fragilidad que me ofrece sin comprenderlo, porque en esa mezcla de miedo y entrega se dibuja con claridad el límite invisible que me corresponde cruzar: el lugar donde ella no distingue ya entre víctima y cómplice, donde se aferra a mí como a un refugio y no como al verdugo que soy.

Respiro en su cuello, saboreo el sudor salado que me recuerda al metal de la pólvora todavía impregnada en el aire, y con un gesto lento, casi solemne, la obligo a mirarme, a sostener mis ojos cuando lo único que quisiera sería huir.

—No te preocupes, Dulce —le digo con esa voz grave que vibra en su pecho, sabiendo que cada sílaba se adhiere a su piel como una cadena invisible—, ya todo ha terminado. Yo me encargo de todo.

Ella apenas asiente, como una niña a la que se le impone una verdad que no entiende, y en esa d
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