490. La madeja de Gomes.
Narra Jean-Pierre.
El olor a orín y humo barato me golpea apenas empujo la puerta del bar, ese tipo de lugares donde la penumbra no se debe a la intención estética sino a la necesidad de esconder las paredes descascaradas, los espejos manchados de grasa y los rostros de los que ya no esperan nada de la vida, y yo avanzo despacio, cojeando todavía de la herida que me dejó la bala de Tomás, pero sin mostrarlo demasiado, porque en sitios como este la debilidad se huele, se aprovecha, se cobra, y yo necesito que me vean firme, aunque por dentro no sea más que un montón de huesos cansados empujados por la obstinación.
Lo encuentro en el rincón más oscuro, encorvado sobre una botella de caña, su figura reducida a una sombra de lo que alguna vez fue, y sé al instante que es él, porque sus ojos, aunque turbios, conservan ese brillo de animal acorralado que sólo los viejos policías tienen cuando han visto demasiado y han bebido aún más para olvidarlo. Gomes. El nombre que el detective retirado