439. Nadie avisa cuando llega la muerte.
Narra Bruno.
El primer disparo suena como un trueno adentro de la cabeza. Ni siquiera lo vemos venir. Solo el estallido, la ventana rompiéndose, y luego otro. Y otro. Precisos. Profesionales.
Me tiro encima de Dulce por puro instinto. Estamos desnudos, apenas cubiertos por la sábana, y rodamos al suelo mientras la madera estalla, la pared se tiñe de sangre —la de León, que cae sin cara al lado de la heladera—. Siento el pulso en la garganta, en los oídos, en las costillas. Siento el grito de ella sofocado en mi hombro.
—¡Abajo! —le digo entre dientes, tapándola, buscando a ciegas la pistola con la mano. No está. No la tengo. Estamos jodidos.
La puerta no se rompe: se abre. Despacio. Como si ya todo estuviera escrito.
Y entra él.
Alto. Delgado. Elegante como una estocada.
Traje gris perla. Zapatos de charol. Bastón con empuñadura de oro.
Pelo canoso, peinado hacia atrás con precisión quirúrgica. No transpira. No se mancha.
Un depredador de museo. Antiguo, implacable, de esos que matan