396. Mamá no sos mi cárcel.
Narra Dulce.
El calor pegajoso de la tarde se cuela por las persianas. La casa huele a encierro y a control. A la voz de Lorena repitiéndose en las paredes: no salís, no me gusta esa chica, tenés que cuidarte, yo te estoy cuidando.
Dulce gira en la cama. Está sudada. Cansada. Harta.
Una semana.
Solo una maldita semana en esa casa y ya la quiere prender fuego. Extraña el internado, con su disciplina fingida y sus amistades de ocasión. Extraña el ruido en la cabeza que callaba con pastillas robadas. Extraña no verla. No oírla.
Su madre.
Esa mujer que apareció de la nada para decidir cómo tenía que vivir. Como si con parirla tuviera derecho a moldearla.
El cuarto parece más chico desde que volvió.
Brisa habría roto la cerradura y salido por la ventana. Brisa habría dejado un encendedor prendido en la mesa, solo por el placer de ver cómo la vieja gritaba.
Dulce se levanta, se arrodilla junto a la mochila tirada en un rincón y saca el estuche metálico. Lo abre con cuidado.
Dos pastillas. U