384. Ruiz está vivo en ella.

Narra Lorena.

La mayoría de los días logro sostenerme. Me despierto temprano, barro el patio de piedra con una escoba vieja que no cambia desde que llegamos a este pueblo, caliento café sobre la hornalla a gas y trato de hacer que las horas parezcan normales. Pero hay días —cada vez más frecuentes— en los que me tiemblan las manos antes de que amanezca, porque los sueños me siguen, me atrapan, me desgarran desde adentro.

Anoche, Ruiz volvió a aparecer.

Lo veo sangrando, otra vez, igual que aquella vez. El pecho abierto, la boca torcida, los ojos fijos en los míos como si el dolor fuera un espejo, como si quisiera que lo sintiera con él. Y detrás, siempre detrás, está ella: Dulce. Pequeña, callada, con los ojos tan grandes y oscuros como cuando era niña, como cuando gritó que yo lo había matado.

Y Ruiz me habla desde el suelo, con la voz intacta, la de siempre, esa mezcla de risa cruel y ternura degenerada que sólo él sabía manejar.

—Bien, nena… hiciste que nuestra hija te odie. Ya sos
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