389. El arte de poseer a un dios.
Narra Tomás Villa.
La habitación está en silencio. Un silencio espeso, casi religioso.
Solo se escucha el leve goteo de suero, el roce del oxígeno artificial filtrándose por la cánula nasal, el roce imperceptible de las sábanas al moverse apenas con su respiración.
Él —Ruiz— duerme.
Pero yo no.
Me acerco en puntas de pie. No porque tema despertarlo. No. Sino porque se trata de un ritual. De un acto de reverencia.
Mi sombra lo cubre antes que mi cuerpo lo alcance. Me inclino, sin tocarlo, pero sintiendo su calor, la vibración tenue de su vida que aún no se extingue.
Ruiz.
No su nombre legal. No su alias de mafioso. No su identidad enterrada.
Mi Ruiz. El que he cincelado en mi mente desde niño. El que he elevado a la categoría de mito, mientras otros lo querían preso, o muerto.
El que ahora me pertenece.
Mis dedos flotan sobre su frente herida, sobre el borde del vendaje donde la sangre ya ha dejado de brotar. Me detengo sobre su pómulo lastimado, sobre ese cuerpo que el tiempo y el plo