390. La grieta en el altar.
Narra Tomás Villa.
El altar no debería temblar.
Pero tiembla.
Afuera, el día se filtra apenas por una rendija cubierta con placas opacas. La habitación, esa joya de arquitectura elegante que diseñé con una mezcla de hospital suizo y suite de hotel boutique, huele a desinfectante y a incienso de cedro.
Y aun así, lo único que perturba el equilibrio… es él.
Ruiz.
Lo observo desde la penumbra.
Está recostado, aún débil, con vendas alrededor del abdomen, un tubo en la mano derecha para hidratarlo y una cicatriz nueva que cruza el pectoral izquierdo como una letra antigua.
No se queja.
No llora.
No implora.
Y eso es… intolerable.
Cierro la puerta suavemente. Camino hasta la silla tapizada que siempre coloco junto a su lecho. Me siento.
Acaricio la sábana sin tocarlo.
Mi sombra cubre su rostro.
—Te traje todo —le susurro—. La paz, la seguridad, el orden. Te quité el caos. Te saqué del juego que te desgastaba. ¿Y así me lo agradecés?
Él apenas ladea la cabeza. Su mirada brilla con algo sucio