383. La quietud del domador.
Narra Ruiz.
No fue el infierno. Aunque tuvo su calor, su oscuridad, susurros de muerte y la promesa de un final.
Tampoco fue la muerte. Aunque, si cierro los ojos, todavía puedo sentir el filo de esa última puñalada, la mano temblorosa de Lorena atravesándome con una mezcla insoportable de amor, odio y desesperación, y esa mirada —esa mirada rota— que es lo último nítido que conservo antes de que el mundo se apagara.
Después vino el silencio.
Una oscuridad espesa, mansa.
Como si no me hubiera ido a otro lugar… sino vuelto a uno que ya conocía. Uno donde el cuerpo deja de pesar, pero el alma queda en vilo. Suspendida. Latiendo.
Cuando abrí los ojos, lo primero que pensé fue que había muerto. Que este era el limbo al que van los tipos como yo, los que hicieron demasiado mal como para irse en paz, pero demasiado bien como para ser olvidados.
Las paredes eran blancas, inmaculadas, de esas que no muestran ni una grieta ni un recuerdo. El techo, altísimo, sostenido por vigas de madera lustr