370. Monólogo para un asesino.
Narra Tomá Villa.
Las luces se alinean como constelaciones disciplinadas.
No hay un solo haz fuera de lugar.
Cada sombra, cada reflejo, cada rincón de penumbra está donde debe estar.
Esto no es un escenario.
Es un altar.
Y Ruiz… mi Ruiz es el sacrificio.
Camino hacia el centro sin apuro. La grandeza no se apresura. Se degusta.
Mis pasos suenan suaves, medidos.
El eco me acompaña como una orquesta invisible.
Él está ahí, clavado como un cuchillo en la carne viva del presente.
Sus ojos fijos en la pantalla donde su hija tiembla.
Su mandíbula tensa.
Los hombros rígidos como columnas al borde del derrumbe.
Qué hermoso sos cuando sufrís en silencio, Ruiz.
Tan vivo. Tan frágil.
Tan mío.
Me acomodo el saco. Paso los dedos por mi cabello con una elegancia medida.
Siento ese cosquilleo eléctrico en la lengua, ese temblor exquisito que anticipa lo inevitable.
Y hablo.
—Qué curioso sos, Ruiz. Tantos años dirigiendo cada escena desde las sombras, y ahora… en primera fila. Mirá qué honor, ¿no? Per