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Narra Tomás Villa.

Ah… ahí está. El Rey del Vacío en el centro del escenario. Quieto. Tenso. Tan hermoso como lo imaginé. Hay algo sublime en verlo así, cruzando esa línea perfecta que dibujé con una tiza importada de Sicilia, de esas que usan los sastres para trazar el destino de un traje. O de un cadáver.

Las cámaras giran, obedientes. No hay error. Todo responde. Hasta el humo que cae desde la parrilla escénica lo rodea con la densidad justa. Ni más, ni menos. La atmósfera que pensé durante meses. Que soñé, incluso. No sabés cuántas noches me desperté bañado en sudor pensando en qué luz usar cuando Ruiz viera a su hija.

Y ahora la ve.

No habla.

No grita.

No llora.

Solo está… presente.

En mi sala de control, la temperatura es baja. Siempre lo mantengo así. El frío ayuda a pensar, a resistir. Hay ocho pantallas, cada una con un ángulo distinto. Una muestra a Dulce, tan pequeña, tan callada, tan parecida a su padre. Otra a Lorena, inmóvil, intacta, salvo por esos ojos que me perforan
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