357. La marca del eco.
Narra Ruiz
No sé si es el aire o la historia lo que huele a cerrado, pero apenas cruzo el umbral del escenario, hay algo en la oscuridad que me golpea primero en el estómago y después en la espalda, como si la noche misma me echara una mirada de esas que no se olvidan, como si el pasado me reconociera por el perfume, por la forma de caminar, por el peso del alma que llevo encima.
Estoy solo.
O por lo menos eso me hace creer la puesta en escena.
El teatro es un cadáver bellísimo: cortinas bordó, arañas cubiertas de polvo dorado, butacas vacías que parecen esperarme como una jauría muda. No hay ruidos, pero sí hay algo... una tensión que se enrosca en los tobillos, que sube por las costillas, que se mete en la nuca como una gota de agua helada.
Y yo avanzo.
Porque es eso o dar la espalda, y a esta altura de mi vida, prefiero enfrentar al diablo que lo conozco, antes que correr de un fantasma sin cara.
—Ruiz —dice una voz desde algún rincón, una voz que no es humana ni metálica, sino esa