278. El ojo que parpadea.

Narra Ruiz.

No me gusta el silencio cuando se alarga más de la cuenta. El silencio, si dura lo justo, da paz. Si se estira, da presagio. Es como ese segundo de más antes de que el ascensor cierre la puerta. Esa pausa en que uno no sabe si subir o esperar. Y cuando el silencio aparece en mi vida, no es porque todo esté bien. Es porque algo —alguien— está afinando el cuchillo en la otra punta del mundo.

Hace días que no hay sobresaltos. Brisa y Dulce están a salvo, o eso dicen mis hombres. Las cámaras funcionan, los teléfonos están intervenidos, nadie se acerca sin autorización. Pero yo no duermo. No como dormía antes. Me levanto cada dos horas, chequeo mensajes, escucho grabaciones, observo cámaras que no muestran más que tranquilidad.

Y ese es el problema. Está demasiado tranquilo. Como si todo el mundo se hubiera detenido a esperarme.

Me siento frente a los monitores. Cinco pantallas. Cinco ángulos distintos del refugio donde están ellas. Brisa, por suerte, sigue viva, aunque a veces
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