264. El papel que no arde.
Narra Lorena.
Hoy Tomás llega con una bolsa de medialunas.
La deja en la mesa como si eso pudiera cambiar el aire enrarecido de esta habitación. Me tienta con el olor, claro. Pero no lo miro.
Estoy escribiendo.
No porque esté inspirada, sino porque no quiero que me vea desnuda en mi tristeza.
—¿Querés? —me ofrece, rompiendo el silencio que a veces parece más firme que las paredes.
—No ahora —le contesto, sin levantar la vista.
Me observa. Lo sé. Lo siento. Ese tipo tiene una forma de mirar que molesta. No porque sea sucia, sino porque es… limpia. Limpia como un bisturí. No hay lujuria, ni morbo, ni culpa. Sólo una especie de asombro constante. Como si yo fuera un planeta que le tocó explorar, y cada grieta mía fuera un mapa del tesoro.
Sigue viniendo todos los jueves. Se sienta, lee. A veces anota. A veces se emociona.
Yo me hago la indiferente, pero lo veo todo.
Hace una semana lloró. No lo voy a decir en voz alta, pero sí: lloró. Fue cuando le entregué el capítulo sobre la beba. Sob