225. El silencio y la tierra.
Narra Lorena.
Las mañanas en este lugar no empiezan con el canto de los pájaros ni con el sol acariciando la piel. Acá las mañanas son abruptas, mecánicas, como un despertador que nunca supe apagar. A las seis en punto, la luz fluorescente del pabellón se enciende como un látigo, y el ruido metálico de las rejas abriéndose marca el inicio de otro día igual al anterior, idéntico al de mañana.
Me levanto con lentitud. Ya no tengo apuro por nada. Mi cuerpo se mueve por costumbre, por obligación, como si se negara a rendirse del todo. Me lavo la cara en una pileta de agua fría que siempre gotea, y me miro en un espejo oxidado donde apenas reconozco a la mujer que fui. A veces me hablo en voz baja, no para consolarme, sino para recordarme que sigo viva. Que respiro. Que Brisa, en algún lugar, tal vez también lo haga.
La celda que comparto con otras dos internas es un cuadrado de concreto con una litera de hierro, un colchón que huele a humedad, y un inodoro que no tiene pudor. Una de ellas