200. Cuando el lobo calla, es porque va a morder.
Narra Ruiz.
Verónica llega puntual, como siempre, con ese paso firme de mujer que ya se bancó mil amenazas sin temblar, ese trajecito sobrio que no se arruga ni con la presión de una orden de allanamiento, y una carpeta bajo el brazo que pesa más que un secreto mal guardado. No es la primera vez que nos vemos en estas circunstancias, un despacho clandestino, dos whiskys servidos y una nube de sospechas rondando como buitres, pero esta vez, lo que trae no es un problema legal: es veneno destilado con guante blanco.
—¿Estás seguro de que querés escuchar esto ahora? —me pregunta apenas se sienta, sin saludar.
—Si no fuera ahora, no te habría hecho venir. —Le doy un trago lento al whisky, esperando que largue lo que vino a largar.
Verónica abre la carpeta, repasa unas hojas como quien acaricia un cuchillo y finalmente me mira a los ojos.
—Gomes. Vino a verme. No como fiscal, no oficialmente. Como perro desesperado que no encuentra hueso. Sabe que sin pruebas concretas no puede acusarte de