191. El encierro tiene perfume a leche y a miedo.
Narra Lorena.
No sé cuántos días pasan al principio, porque el cuerpo, cuando se rompe de golpe, se defiende no contando. Pero después... después la rutina se convierte en condena. Una celda tibia, tapizada con olor a bebé y silencio. Y ahí, sin querer, empiezo a llevar la cuenta. Un vaso menos. Una mirada que dura un poco más. Un portazo que ya no se repite. Y así, sin darme cuenta, ya pasaron más de treinta días encerrada. Treinta días escuchando el llanto de mi hija del otro lado de la puerta. Sintiendo cómo se me llena el pecho de leche y bronca. Y no poder tocarla. Ni una sola vez. Sin permiso.
Me levanto todos los días igual. Me lavo la cara con agua bien fría, que me despierta más que cualquier café. Me visto como si alguien fuera a mirarme. Como si todavía fuera esa mina que se subía a un escenario y le daba órdenes a la noche. Pero ya no soy esa. Ahora soy la madre de una beba que no puedo cargar. Que huele a mí pero no conoce mis brazos. Que fue bautizada sin mi consentimien