142. La bala que no mató al justo.
Narra Ruiz
No hay nada más insoportable que un trabajo mal hecho. Peor si lo encargaste vos mismo. Peor si el blanco sigue respirando y tu nombre empieza a sonar en bocas que deberían estar cosidas con sangre.
Y peor, mucho peor, si ese hijo de puta se llama Gomes.
La noticia me llega de madrugada, cuando aún tengo el cuerpo de una rubia entre las piernas y el aroma a cocaína todavía me empapa las encías. La puerta se abre de golpe y entra Cobas, pálido, con los ojos como platos y el celular temblando en la mano. No dice ni hola.
—Falló.
Una sola palabra. Una daga sin filo que me atraviesa el pecho igual.
—¿Qué falló?
—Gomes. Está vivo.
No lo mataron. No lo rozaron. Ni siquiera lo asustaron.
Lo primero que hago es levantarme, empujar a la mina al piso —ni sé cómo se llama, no me importa— y cruzar el salón como un animal herido. Doy vueltas. Pateo una silla. Lanzo la botella contra la pared. El vidrio explota como mi paciencia. Y Cobas me mira desde la esquina, esperando que le