143. El arte de la confesión controlada.
Narra Lorena.
La puerta finalmente se abre.
No hay ruido. Ni chirrido ni alarma ni golpe seco. Se abre como si estuviera viva. Como si me hubiera estado observando todo este tiempo y ahora, por fin, decidiera tragarme.
Gomes entra.
Y con él, el aire cambia.
No porque traiga perfume —porque no lo trae— sino porque impone. Es la clase de hombre que convierte el uniforme en una declaración de principios. No lleva armas visibles. No necesita.
Su sola presencia es un arma cargada.
Alto.
Con el mentón recto, como quien no le debe nada al mundo.
Pelo negro, peinado hacia atrás con precisión quirúrgica.
Ojos de depredador disciplinado.
La mandíbula le vibra apenas cuando me mira, como si dentro de él también habitara la bestia. Pero él la tiene encadenada. Bien adiestrada.
No como Ruiz.
Viene solo. Eso me sorprende.
—Señorita —dice, con voz clara, grave, sin apuro—. ¿Cómo se siente?
Qué pregunta tan absurda.
Qué cruel.
Pero sonrío. Esa sonrisa que ensayé frente a tantos espejos rotos.
—Me sie