124. El silencio de los cuervos.
Narra Ruiz.
Los perros ladran antes de que llegue la llamada.
Y no esos chuchos sucios que los soldados usan para espantar fantasmas. No.
Mis perros.
Los del galpón tres.
Los que entrenamos para oler miedo, pólvora y traición.
Ladran con un ritmo enfermizo, agudo, como si el aire ardiera.
A los pocos segundos, el zumbido del celular me alcanza como una mosca molesta.
—¿Qué mierda pasa?
—Patrón… vuela el depósito de armas. El nuevo. El que conecta con el embarcadero.
No contesto.
Solo escucho.
El crujido de la madera, el gemido de las llamas, los gritos de los heridos… todo, a través del celular.
Otra advertencia. Otro maldito aviso.
Gomes deja de ser un problema y empieza a convertirse en una sentencia.
No lo veo venir tan pronto.
El muy bastardo cava bajo mis pies mientras yo me concentro en controlar a Lorena, en tapar bocas, en sobornar fiscales menores.
Subestimarlo es un error que pienso corregir con sangre.
Pero no es fácil.
No con Gomes.
Él no acepta sobres bajo la mesa, no se