115. Las puertas que no deben abrirse.
Narra Lorena.
Nunca me gustan las puertas cerradas. En mi mundo, una puerta sin acceso es una promesa rota o una trampa disfrazada de misterio. Por eso, cuando la encuentro, pegada a la cocina, oculta tras un biombo antiguo que huele a humedad y encubrimiento, sé que no es un simple acceso de servicio. No. Esa abertura en la pared, más baja que un marco común, más estrecha que la moral de un político, me habla en silencio. Me dice: “acá no deberías estar”. Y eso, por supuesto, es todo lo que necesito para querer entrar.
Miro alrededor. Nadie. El personal de cocina hace como que no existo, y eso, en esta mansión, ya es una confesión. Me escabullo sin hacer ruido, sin siquiera respirar demasiado fuerte, y empujo la puerta con ambas manos.
Cruje. Como si despertara algo viejo, algo que ha estado dormido demasiado tiempo.
El pasadizo es un túnel de piedra mal encalada, sin luz natural, con una pendiente leve que desciende hacia el estómago mismo de la casa. Una lámpara portátil cuelga de