474. El susurro de los lobos.
Narra Dulce.
Las escaleras crujen bajo mis pies descalzos, y ese sonido seco, quebradizo, se mezcla con el roce suave del vestido blanco, que se desliza por mis piernas como una mentira bien contada que nadie se atreve a cuestionar. El aire tiene ese peso tibio que antecede a los secretos, un silencio denso, sin música, aunque todo alrededor suena a ópera muda, a un preludio que se estira en cada latido. Las paredes, bañadas por la luz trémula de velas altas, proyectan sombras alargadas que parecen inclinarse para escucharme pasar; los vitrales filtran tonos apagados que se derraman sobre los muebles antiguos, los cuales no rechinan… respiran.
El comedor se abre ante mí como un escenario. Es una sala larga, solemne, en la que una mesa demasiado grande para dos personas ocupa el centro, vestida con un mantel blanco impecable, copas que esperan, cubiertos que brillan como si hubieran sido pulidos con paciencia de orfebre. Y allí está él.
De pie. Esperándome.
El hombre.
El que me trajo.