Narra RuizLa ciudad me teme, pero empieza a dudar de que deba hacerlo.Los cimientos del poder tiemblan, no porque yo los sacudo, sino porque otro lo hace. Y no hay traición más letal que la que viene desde arriba, de esos que usan trajes caros y palabras limpias para ensuciar más que el barro de las cloacas. El alcalde está muerto. Lo dejan tirado como un perro en una zanja, con una bala entre ceja y ceja, sin sello, sin firma, sin aviso. Pero yo sé leer los silencios. Y este asesinato no es una advertencia: es una declaración de guerra.—¿Quién lo hizo? —pregunto con la calma que sólo puede fingir el que está al borde del estallido.Nadie responde. La sala está repleta de humo de habanos caros y miedo barato. Mis hombres más cercanos, los nuevos socios que creen que la caída de un político es sólo un giro del juego. Pobres ilusos.Enciendo otro cigarro. Lo muerdo como si fuera un juramento. Afuera, la ciudad arde en pequeños incendios: burdeles clausurados por redadas, casas de apu
Narra Lorena.De todas las cosas que pierdo, la más peligrosa es la paciencia.La noche es tan espesa que podría cortarse con un suspiro. No duermo. No lo intento. Ni siquiera lo finjo. Dejo que el silencio de la mansión me susurre sus secretos, que el perfume a lejía y azufre que impregna las paredes me empuje otra vez hacia esa maldita puerta detrás del ropero, hacia ese pasadizo húmedo y angosto que parece haber estado esperando por mí desde el día en que llego, desde mucho antes, incluso.Sé que no debo volver. Sé que algo dentro de mí suplica que no lo haga. Pero hay cosas que no se eligen. Como la culpa. Como la sed. Como el deseo de saber la verdad.Me deslizo descalza, con un batón de seda negra que apenas roza mis rodillas y me confiere una dignidad etérea, casi espectral, como si ya no perteneciera del todo a este mundo. Me muevo como lo hacen los fantasmas, sin hacer ruido, sin dejar rastro, cruzando el mismo umbral que me lleva, hace unos días, a ese infierno subterráneo.
Narra Lorena.No sé su nombre. Aún. Y, sin embargo, sé todo lo que necesito saber de él: que no es un asesino, que no es estúpido, pero que nunca estuvo con alguien como yo. De esos hombres que crecen fuertes para proteger a alguien que ya no está. Que sienten que fallaron, y llevan esa herida como una cadena invisible. Lo sé por la forma en que me mira cuando finjo miedo. Lo confirmo cuando no me interrumpe mientras lo toco.Y lo exploto, como se explotan los silencios, las grietas, los recuerdos mal cerrados.Él cierra la puerta del salón. Yo dejo que la seda se deslice de mi hombro derecho. Es suficiente. El resto se lo imagina él. O lo desea tanto que ya no puede resistirse.—¿Cuál es tu nombre? —susurro, apenas rozándole el cuello con los labios, como si me costara hablar, como si el miedo me ahogara y él fuera el único que puede salvarme.—Benjamín —dice, después de una pausa larga, como si confesara algo que no debe.—Benjamín… —repito su nombre como quien dice una plegaria olv
120. La sangre en las sábanas no se lava con culpa.Narra Ruiz.El silencio es espeso, como si la noche misma se hubiera tragado el aliento del mundo. Mi coche se detiene frente a la mansión y ni siquiera apago el motor. Bajo. El aire tiene ese aroma húmedo y podrido que deja la muerte cuando se esconde detrás de las paredes, esperando el momento justo para salir a cobrar. Camino por los pasillos sin decir una palabra, sin que nadie se atreva a mirarme. Porque cuando la bestia vuelve a casa oliendo a pólvora, hasta los perros agachan el hocico.Empujo la puerta de mi habitación. No golpeo. No pregunto. Porque en mi casa, el que manda soy yo. Y ahí están. Desnudos. Sudorosos. Ella, mi veneno preferido, con las piernas aún abiertas, como si el placer no se hubiera ido del todo. Y él… ese pobre imbécil, con la cara pálida como si acabara de entender en qué agujero de mierda se metió.—Señor Ruiz… yo… —balbucea.No lo dejo terminar.Un solo disparo. Frontal. Entre ceja y ceja. El cráneo e
Narra Ruiz.Es cuestión de tiempo. Lo sé desde el momento en que la encuentro revolviendo entre papeles que no son suyos, desnudando secretos con la misma destreza con la que se desabrocha la blusa frente a un idiota con pistola. Lorena, con el cuello erguido y la mirada que escupe fuego, es más peligrosa encerrada que libre. Porque una jaula no detiene a una fiera; solo la obliga a calcular mejor su salto.Así que decido moverla.No por amor, ni por miedo a perderla, sino por simple cálculo de supervivencia. Y tal vez —solo tal vez— porque no soporto la idea de verla lejos de mí, acostándose con otro para manipularlo, usando el mismo perfume que aún deja impregnado en mi almohada. No porque me importe, claro. Sino porque es mía. Así de simple.Organizar el traslado es una danza entre sombras. Llamo a Roca, el más leal entre los leales, el único que todavía entiende lo que significa obedecer sin preguntar. Él conduce el blindado negro, vidrios polarizados, compartimiento secreto; un v
Narra Lorena.La soledad tiene sonido. Es ese crujido leve entre las paredes, ese chasquido tibio que hace la madera cuando el viento golpea la casa. Es la forma en que los pasos ajenos se disuelven antes de llegar. La escucho cada noche desde esta habitación con vista al acantilado. Y no me importa el mar, ni el lujo, ni la cena que traen en bandejas de plata. Lo único que quiero es desaparecer.Traté de hacer aliados. De sonreír con lascivia calculada, de ofrecer palabras suaves a los hombres que cruzan por el pasillo. Pero todos me esquivan como si fuera un espectro que trae consigo la peste. Nadie quiere hablarme. Nadie quiere tener el mínimo vínculo conmigo. No por respeto, ni por culpa, ni por moral. Es miedo.A Ruiz.Saben lo que pasa cuando algo le pertenece.Y yo le pertenezco.Los pasillos son una red silenciosa de ojos y cámaras. Casi puedo sentir su aliento en las paredes. Sé que me vigila. No me encierra por piedad, ni por amor. Lo hace como quien encierra a un animal her
Narra Lorena.Lo veo.Con mis propios ojos.La tarjeta.Pequeña, blanca, con los bordes pulcros como una confesión que nadie se atreve a decir en voz alta.Gomes la desliza por la mesa como si fuera una amenaza o una salida, según quién la mire.Le dice algo que no escucho —el sistema de audio está jodido en ese ángulo—, pero no hace falta entenderlo todo. La tensión en el rostro de Ruiz es el subtítulo más claro: le da una oportunidad para huir. Una sola. La última.Y Ruiz, por supuesto, la toma… para guardarla en el bolsillo del pantalón.La tentación, hecha cartón plastificado.Desde mi rincón invisible, lo sé.Esa tarjeta es mi puerta.La que no puedo abrir a golpes en el pasadizo, la que no se rinde ante ganzúas ni desesperación.Gomes no me conoce.Aún.Pero si consigo ese número, si logro escucharlo, si lo llamo cuando Ruiz duerma el sueño de los dioses paganos, entonces… puede que esta historia tome un rumbo nuevo.El problema es el ejército que Ruiz deja a mi alrededor.Ya no
Prólogo.En la penumbra del cabaret, bajo el brillo decadente de las luces rojas, el humo espeso flotaba como un secreto no compartido. Lorena movía su cuerpo al ritmo de la música lenta, pero su mente estaba lejos. No era solo la bailarina estrella del club, sino también la mujer del hombre más temido de la ciudad: Carlo. Él la había sacado de las sombras, elevándola a una vida de lujo, poder y celos. Pero en su mundo, todo tenía un precio, y lo que brillaba más fuerte a menudo era lo primero en arder.Y luego apareció Ruiz.Con su traje impecable y su sonrisa torcida, Ruiz no era el tipo de hombre que pasaba desapercibido. La ciudad empezaba a susurrar su nombre, temido y deseado a partes iguales. Él no necesitaba promesas; la gente caía a sus pies por voluntad propia o por necesidad desesperada. No era diferente con Lorena. La había visto una vez, y desde entonces su destino estaba sellado. No porque la quisiera —eso sería demasiado simple—, sino porque necesitaba de ella para dest