471. El latido del encierro.
Narra Dulce.
El auto avanza con una constancia que me taladra los nervios. No sé a dónde vamos. Las luces de la ciudad quedaron atrás hace rato, reduciéndose a un parpadeo distante que ya no alcanza ni para orientarme. Ahora solo hay ruta, recta y silenciosa, con árboles que se inclinan bajo el peso del viento, como si quisieran espiar quién soy antes de que desaparezca. El conductor no me dirige la palabra; ni una frase, ni siquiera una mirada fugaz por el espejo retrovisor. Solo su olor me acompaña: ese puto perfume barato que se cuela por cada respiración, mezclado con el rastro rancio de cigarrillo, hasta revolverme el estómago.
Voy sentada en el asiento trasero, hundida en un espacio que parece encogerse con cada kilómetro. No estoy atada, no me golpearon, no me insultaron… pero estoy presa. Lo sé, lo siento. La cárcel no siempre tiene barrotes; a veces vive en los huesos, se esconde en la piel, se mete en el aire que se espesa y no te deja respirar.
Me abrazo a mí misma. Mis man