114. Los perros ya no ladran, muerden.
Narra Ruiz.
El silencio en mi despacho no es paz, es la antesala del ruido. Ese que llega con la pólvora, con el canto metálico de las balas y el chillido de los traidores. Estoy solo, con un vaso de whisky sin hielo en la mano, el hielo es para los que dudan, y la mirada fija en el fuego que se retuerce dentro de la chimenea. Afuera, la noche sangra sobre las calles, y en el sur todavía se limpian la sangre de sus muertos con servilletas de papel, como si fuera vino derramado.
No toco el celular hasta que suena tres veces. Quien llama después de la segunda, no es un cobarde.
—¿Qué querés? —pregunto sin cortesía.
La voz del otro lado tartamudea. Es Gascón, uno de mis enlaces con la municipalidad, un rata con pretensiones de lobo.
—Ruiz… mataron al alcalde.
Lo primero que hago es reírme. Porque parece chiste, y porque si no me río, rompo la copa contra la pared. Pero la risa se apaga pronto. Lo siguiente es una descarga de ácido que me sube por el pecho.
—¿Cómo?
—Lo encontraron esta ma