Narra Ruiz.Me quedo un rato en la penumbra. El cigarro arde entre mis dedos como si tuviera más derecho que yo a respirar esta noche.La cama aún caliente detrás mío. El cuerpo de Lorena impregnando el aire con ese perfume que me confunde, que me arrastra, que me jode.Me jodió muchas veces, en muchos sentidos. Pero esta última... esta última no se la perdono.El celular vibra en la mesita. Uno de mis hombres. Uno que todavía respira por misericordia, no por mérito.—¿Qué mierda querés ahora? —escupo, sin dar margen para titubeos.—Jefe… la camioneta de Clarita apareció. Abandonada. Pero ni rastro de ella ni del maletín. Parece que se bajó en la terminal, hay cámaras, pero no sabemos si tomó algún micro.Aprieto el puente de la nariz con dos dedos. La paciencia es un lujo que no puedo permitirme.—Escuchame bien, imbécil. Tenés veinticuatro horas para encontrarla. Si no, te busco yo, y no vas a tener adónde escapar. Y te juro que lo que le iba a hacer a ella, te lo hago a vos… y sin
Narra Lorena.No hay reloj en la pared, pero siento que pasaron horas.Quizás días. O toda una vida.La habitación está diseñada para romperme. Demasiado suave. Demasiado blanca. Demasiado limpia. No hay barrotes, ni cadenas, ni candados… pero todo está cerrado.Hasta mi voluntad.Ruiz es un experto en encierros disfrazados de lujo. Lo sé. Me preparé para esto. Pero no esperaba sentir su lengua otra vez bajando por mi cuello, ni sus manos acariciándome como si aún me perteneciera. Y mucho menos… que me temblaran las piernas después.No.No voy a caer. No otra vez.Toco mis labios con la yema de los dedos, como si pudiera borrarlo. Como si pudiera arrancarme de la piel el sabor de su traición, del deseo torcido que sigue latiendo aunque me duela.La puerta se abre.Y entran ellas.Dos mujeres, vestidas de blanco, como si vinieran de un convento o de un culto silencioso. La primera es rubia, delgada, tan pálida que sus venas parecen tinta azul bajo la piel. La otra es morocha, más
Narra Lorena.Su boca baja por mi pecho con un hambre que no intenta disimular.No hay ternura. No hay disculpas. Hay poder, y deseo, y una furia mal disimulada que se mezcla con su respiración caliente sobre mi piel.—Esto que estás haciendo —le susurro, ahogada entre sus labios y sus manos—, no te convierte en el que ganó.—No, muñeca —responde, deslizando los dedos por mi vientre, lento, como si midiera el terreno—. Me convierte en el que volvió a tomar lo que le pertenece.Su mano derecha aprieta mi cadera, mientras la izquierda me sostiene el rostro, obligándome a mirarlo. Sus pupilas son un campo de batalla. Oscuras. Hirientes. Ardientes.—Yo no soy tuya, Ruiz —repito, pero mi voz suena como una mentira dicha al borde del gemido.—No —dice él—. Pero vas a volver a serlo. Aunque sea por esta noche. Aunque sea por las razones equivocadas.Me levanta en brazos con una facilidad que no debería tener alguien que carga tanto pecado en los hombros. Me lleva a la cama. Me deja c
Narra Ruiz.Me mira como si quisiera matarme.Y besarme otra vez.Y la entiendo. Yo haría lo mismo si estuviera en su lugar.Tiene los ojos cargados de furia, de miedo… y algo peor.Deseo.El deseo es una trampa jodida. Porque cuando sabés que no deberías sentirlo, arde más.Se tapa el cuerpo con las sábanas como si no lo hubiera entregado todo hace cinco minutos. Como si no me hubiera suplicado con los muslos que no me detuviera.Pero la conozco. Lorena es especialista en huir incluso cuando está atada a vos por dentro.Me incorporo. Enciendo un cigarro. Exhalo lento. No por efecto. Porque me gusta ver cómo el humo le cruza la cara mientras parpadea tratando de esconder lo que siente.—Estás hermosa —le digo, sin apuro—. Más de lo que recordaba.Ella no responde. Se aferra al silencio como un rehén. Piensa que eso le devuelve el poder.Pobrecita.Me acerco.Despacio.Como si no la conociera. Como si tuviera que conquistarla de nuevo, paso a paso.Pero no.Solo quiero que sepa que no
Narra Ruiz.Se quedó dormida con la espalda arqueada y los labios hinchados de morderse.Apenas respira, pero yo la escucho. La escucho con cada fibra que me queda. Como si el latido lento de su corazón se metiera bajo mi piel para quedarse a vivir.Me levanto de la cama.Enciendo un cigarro.Y miro el cuerpo de Lorena, todavía tibio entre las sábanas que huelen a sexo, a rabia y a ese perfume caro que siempre usa cuando quiere fingir que tiene el control.Pobre tonta.Pensó que me podía matar.Pensó que lo de encerrarme iba a quedar impune.Que podía robarme, traicionarme, jugar a ser reina.La reina no tiene corona si el rey le arranca la cabeza.Suelto el humo despacio.Pienso en Clarita, en el tarado que mandé a buscarla… y que terminó con la garganta abierta en el callejón como si alguien me estuviera dejando un mensaje.Un “no me subestimes”.Una advertencia.No me importa.Que Clarita se pierda en el infierno.Ella no era más que un medio.Una herramienta.Lorena no.Lorena me
Narra Ruiz El hotel al que Clarita ha venido a morir no lo sabe todavía. Ni el recepcionista dormido tras el mostrador de fórmica, ni la alfombra manchada de cigarro y humedad, ni el ascensor detenido en el piso tres que no lleva a ninguna parte. Ninguno entiende que esta noche, uno de sus cuartos será un ataúd con sábanas de raso rojo.Subo por las escaleras, despacio. La madera cruje bajo mis pasos como si supiera. Siempre lo supe: Clarita no era de las que entienden límites. Su devoción nunca fue amor. Fue una especie de hambre enmascarada. Un deseo de ser vista, de ocupar un lugar que no le correspondía. Y cuando la aparté, cuando la puse en el rincón en el que mejor servía… se volvió peligrosa.Toco la puerta 205 con los nudillos, como si esto fuera una visita cualquiera. Una reunión de negocios. No hay necesidad de forzarla. Me espera. Como siempre.Ella abre.Y aunque debería provocarme rabia verla así, envuelta en ese vestido carmesí que apenas le cubre el cuerpo, con el ma
Narra Lorena.No me importa que griten, ni que me empujen, ni que una de las devotas vestidas de blanco —que parecen salidas de un monasterio demente o de una secta de vírgenes recicladas— me encierre los brazos con una fuerza que no se corresponde con su figura enjuta. No me importa nada. Porque necesito verla. A Danny.—¡Solo quiero verla, carajo! —grito, mientras pataleo, me retuerzo, muerdo si hace falta.No me importa cómo me vea, ni si la bata de seda que me pusieron queda torcida o si el perfume en mi cuello se mezcla con el sudor del desespero. Me importa una sola cosa: Danny.Pero no. Las hijas del convento no ceden. No parpadean. No sienten.Una me clava los ojos como si estuviera viendo a una posesa. Y puede que lo sea. Estoy poseída por la imagen de mi hija encerrada, manipulada, hablándole a un hombre que la usó como carnada para llegar a mí.—No tenés permiso para salir de esta ala —dice una, sin emoción.—Quiero ver a Danny. No es un pedido. Es una advertencia —suel
Narra Lorena. La mansión huele a flores muertas. No lo digo porque estén marchitas, sino porque no importa cuán perfectas se vean: están cortadas, privadas de su raíz, obligadas a decorar la opulencia de un lugar donde todo respira poder, pero nada está realmente vivo.Camino sin hacer ruido, aunque mis tacones lo contradigan. Los pasillos son largos, alfombrados, con vitrales en lo alto que filtran la luz como si Dios mismo estuviera preso entre esas paredes. Todo parece diseñado para que uno olvide dónde está. O para que se le borren las ganas de escapar.Estoy sola. O eso quiero creer. Las monjas de salón ya no me siguen, al menos no de forma evidente. Pero sé que hay cámaras. Sé que Ruiz ve todo. Que puede ver cómo mis dedos acarician los marcos dorados, cómo me detengo frente a los cuadros, cómo miro las esculturas que decoran las esquinas con una mezcla de admiración y repulsión. Todo en esta casa tiene precio. Incluso yo.Al cruzar uno de los corredores principales, veo u