Diré la verdad y nada más que la verdad.
El silencio era tan denso que parecía tener peso propio, como si las paredes del tribunal también contuvieran la respiración junto con todos los presentes.
Nadie se movía, nadie osaba siquiera parpadear.
Incluso los periodistas, que minutos antes grababan con sus teléfonos, los bajaron lentamente, deseando ver con sus propios ojos lo que estaba sucediendo.
Lo que acababan de presenciar era histórico: el derrumbe público y definitivo de uno de los hombres más poderosos de París.
Catalina, que hasta ese momento había mantenido la cabeza ligeramente inclinada, respiró hondo y alzó el rostro con una lentitud solemne.
Su mirada se encontró con la de Luciano y, por un instante, el pasado la golpeó con fuerza. Había visto en esos ojos la sombra de su miedo, la humillación y la impotencia de una mujer arrinconada y silenciada.
Pero ahora, lo que veía era diferente.
Luciano ya no era un titán imbatible ni el esposo que había contro