¿Qué es lo que hasta ahora la ataba a ese hombre? Álvaro intentaba imaginarse qué, pero no se le ocurría nada y se le ocurría todo. ¿Sería Sebastián su primer hombre? ¿El único? Eso era una de los factores comunes entre las mujeres agredidas, que entregaban su cuerpo a un hombre que no valía la pena y luego no podían olvidar. Y Sarah tal vez no era la excepción, aunque no lo parecía. No parecía tener más relación con él que el amor platónico que ella profesaba, esa devoción enfermiza, esa atracción fatal.
Después del trámite de rigor volvió con Sarah.
—¿Se te pasó el enojo? —le preguntó sentándose en una silla a su lado.
—Un poco.
—¿Qué te molestó tanto?
—No me gusta que hablen de lo que no saben.
—Vi cómo te trató.
—Ya le dije que él estaba enojado y yo lo hice enojar más. Me dio una bofetada. ¿Qué hay de malo en eso? Luego me fui y pasó lo que pasó —mostró su pierna—. Cuando él me llamó para advertirme, no hice caso. Lo lógico es que se enojara conmigo.
—Está bien. No quiero discutir contigo. Ya te van a atender.
Sarah lo miró, el abogado era un hombre de unos 35 años, alto, más alto que Sebastián y de hombros anchos, piel morena y ojos y cabello negros. Parecía un poco cansado, molesto tal vez.
—Si quiere puede irse —murmuró ella.
—¿Me estás echando? —la miró incómodamente sorprendido.
—No, pero está cansado y estar aquí por mi culpa…
—No estoy aquí por tu culpa, Sarah, estoy aquí porque quiero estar.
—Ya, pero está cansado.
—No por estar aquí.
—Sarah Larraín —llamó una voz por el parlante.
—Te toca —dijo él, llevando la silla de ruedas hasta la entrada al box correspondiente.
—¿Usted entrará con ella? —preguntó la enfermera.
—No —contestaron al unísono.
—No —insistió él—, te espero afuera, ¿quieres que llame a alguien?
Ella negó con la cabeza sin mirarlo.
Una vez fuera Álvaro pensaba e intentaba imaginar qué era lo que a ella la hacía tan vulnerable frente a Sebastián. Todo el mundo sabía cómo era él. Y no era de los trigos muy buenos. Vivía de mujer en mujer, en fiestas y excesos. Es cierto que como abogado era muy bueno en su rubro, pero su vida personal era un asco y no entendía cómo Sarah seguía enamorada de él después de tantos años.
En los años que llevaba defendiendo casos de violencia intrafamiliar y de género, acoso laboral, femicidios, aprendió que un problema común en estas mujeres es la baja autoestima. Lo que no entendía él, es qué hacía a Sarah tener tan baja autoestima. Era una mujer preciosa, estupenda, inteligente. ¿Cuánto daño le hizo Sebastián para quererse tan poco? ¿De qué la convenció que ahora ella se sentía sin derecho a ser amada o protegida? ¿Por qué no puede, simplemente, dejar al hombre que le hace tanto daño? Pensó en su ex esposa, Viviana, con el mismo problema de baja autoestima, algo muy difícil de superar.
—Familiares de Sarah Larraín —la voz del parlante lo sobresaltó.
Álvaro entró al box donde estaba Sarah con una bota de yeso. Álvaro saludó al doctor, era un amigo de su mamá, que era siquiatra y trabajaba en esa clínica, por lo que conocía a varios doctores del lugar.
—Tiene una fractura en su tobillo —le explicó el doctor a Álvaro— no es grave, pero deberá permanecer con yeso, por lo menos un mes, por el problema que tiene ella a sus piernas, tendrá que tener reposo, no podrá caminar. En tres días debe venir a ver cómo evoluciona, de acuerdo a eso, le pondremos o no el “taco”. No pusimos escayola para que sane más rápido. En 25 días debe hacerse otra radiografía —le extendió la orden—, y venir con ella a control, de eso depende si le quitamos el yeso o no.
El doctor sonrió a ambos. Álvaro bajó a Sarah de la camilla y la ayudó a sentarse en la silla de ruedas.
—Gracias, doctor Santillana.
—Adiós muchacho, cuídese mucho señorita Larraín.
Álvaro se llevó a Sarah en la silla de ruedas hasta el auto y una vez dentro la miró.
—¿Quieres que llame a alguien?
—No.
—¿Dónde vives?
Sarah le dio las indicaciones. Él condujo suavemente y en silencio. Ella no quiso que la llevara en sus brazos hasta su departamento y la llevó en andas, era mucho más difícil, mucho más complicado, más lento, pero ella no quería que Álvaro la ayudara.
—¿Vives sola? —preguntó extrañado, el departamento se veía triste y solitario.
—Si.
—¿Y tus padres?
—No… ellos… murieron.
—Lo siento. ¿Familia? ¿Amigos?
—No.
Él movió incómodo la cabeza, negando o decidiendo qué hacer.
—No te puedes quedar sola, no puedes caminar y…
—Me las arreglaré, no se preocupe —lo interrumpió sin mirarlo.
—Sarah, mírame —la ayudó a sentarse en el sofá—, quiero ayudarte, déjame hacerlo.
—Usted ya ha hecho más que suficiente.
—Suficiente o no, ahora no estás en condiciones de estar sola y no puedo dejarte aquí.
—Siempre he estado sola —dijo ella dejando caer un par de lágrimas.
Álvaro se sentó a su lado.
—Pero ahora no lo estás. Déjame ayudarte.
—No puede. Nadie puede —se separó de él molesta.
—Te llevaré conmigo a mi casa, tengo una persona que me ayuda, así no estarás sola aquí.
—No, ya le dije, ya ha hecho más que suficiente.
—Por favor.
—Y su esposa, ¿no se enojará?
—No tengo, estuve casado pero ya no.
—¿Y qué pasó? —preguntó ella con sorna— ¿La golpeaba y se fue?
Él frunció el ceño y sus ojos se ensombrecieron.
—Murió cuando iba a dar a luz a nuestro hijo.
—Lo siento —dijo avergonzada.
—No puedo dejarte aquí sola. —No quería hablar de eso, no en ese momento, aunque nunca quitara de su mente a su esposa ni los motivos por los que ya no estaba con él.
—Sebastián se enojará más conmigo si me voy con usted, creerá que somos amantes.