Mundo de ficçãoIniciar sessãoMis ojos están secos, ásperos, como si el viento caliente del desierto hubiera soplado directamente en mis córneas durante días. Están abiertos a la fuerza, apenas. Podía ver a través del grueso cristal ahumado del restaurante, donde la noche de Las Vegas estalla en una orgía de luz líquida con un río de neón rosa, azul zafiro y verde esmeralda.
Estoy entumecida, esa es la única palabra que tiene sentido. La sensación de haber recibido un golpe brutal en el pecho, pero sin el morado y sin el dolor agudo. Solo un vacío frío, un shock retardado que me había petrificado desde hace horas. Mi mente es un proyector de película antigua, quemando el mismo fotograma una y otra vez. El rostro de él. Lucien Ivanov con ojos como hielo y una voz que es como terciopelo rozando una cuchilla, haciéndome saber que mi recién fallecido esposo tenía una deuda de cien mil dólares, más unos exorbitantes intereses, y que ahora me pertenecía. Esa es la herencia que me dejó Danny.
Afuera, la ciudad se está volviendo loca. Los gritos amortiguados de las risas y los motores de los taxis llegan hasta mí como un zumbido distante, la banda sonora de la perdición y la euforia ajena. Pero yo apenas puedo respirar. Es como si el aire dentro de la burbuja de mi mente estuviera viciado. Cada inhalación se siente como un esfuerzo heroico.
Siento los ojos. No los ojos de los clientes borrachos de promesa en el comedor, sino sus ojos. La mirada invisible de la organización, los tentáculos de Ivanov que se extienden por cada rincón de esta ciudad. Están ahí fuera, esperándome, observando. Y todo era culpa de Danny.
Danny. Siempre fácil, siempre carismático, y debí darme cuenta de que era un desastre a un paso de suceder. ¿Cien mil dólares? ¿A Lucien Ivanov? La estupidez tenía un límite, y Danny lo había destrozado con una negligencia tan monumental. Ivanov no es un prestamista al uso. Es el tiburón en el estanque de pirañas. Endeudarse con él no es un acuerdo financiero, es poner una diana en tu espalda. Y Danny había muerto, dejando esa diana pegada en la mía.
El sonido de las bandejas de metal, chocando contra la estación de servicio, me arranca de mi letargo y la realidad vuelve como un golpe físico.
—El pedido de la mesa siete está listo. —Leo, el cocinero me dice desde la ventanilla.
Suelto un suspiro tan profundo que duele, se siente como rasgar papel en mi pecho. Me obligo a parpadear, mis pestañas se sienten pegadas y el agotamiento es una capa de suciedad sobre mi alma. Me acerco al mostrador luciendo mi uniforme de camarera, una blusa blanca y una falda negra que se siente ridículamente expuesto.
Tomo los platos. El aroma a carne a la parrilla y especias exóticas invade mis fosas nasales, un recuerdo grosero de que la vida sigue, incluso cuando mi vida está a punto de colapsar. Los pongo sobre la bandeja y el peso es reconfortante y familiar. Es el peso de una realidad que puedo manejar.
Camino hacia la mesa siete. Cuatro hombres que están planeando su noche en un famoso club de strippers.
—Aquí tienen. Disfruten —Mi sonrisa es una obra maestra de ingeniería falsa, una perfecta curvatura de labios sin vida en los ojos. Dejo la comida y me alejo; el murmullo de sus conversaciones se desvanece detrás de mí.
El restaurante estaba lleno. Una colmena ruidosa de gente que habla sobre cómo iban a "perderse" y "divertirse" en las noches de Las Vegas. Gente que venía aquí a quemar dinero y a buscar emociones que yo daría cualquier cosa por no tener. Sé que más de uno volverá a su hotel mañana con una resaca tan descomunal que desearía no haber nacido. Y es cuando me pregunto: ¿qué se sentirá no tener preocupaciones? No tener el miedo pegado a la piel. Pero lo que sí sé, con una certeza que me da escalofríos, es que mi única oportunidad, mi única vía para seguir respirando, es escapar. Dejar esta ciudad ahora mismo y alejarme de los tentáculos de Ivanov.
No merezco cargar con una maldita deuda, ni con las consecuencias de la doble vida de Danny. No es así como pensé que viviría mi vida, como una esclava fugitiva del crimen organizado. Pasó junto a uno de los espejos del salón, esos espejos adornados con dorado. Me detengo medio segundo y mi reflejo me impacta. Los ojos verdes, antes vibrantes, están hundidos, rodeados de ojeras de un púrpura enfermizo. Mis mejillas están cóncavas y la tensión ha estado royendo mi apetito desde la muerte de Danny hasta dejarme en los huesos. Parezco una muñeca de porcelana a punto de romperse.
Pero mi plan está listo.
Escapar.
Es el día de pago. Unas horas más y voy a recibir el sobre, tomaría mi destartalado Honda Civic, y tomaría la carretera. La I-15. No pararía hasta la frontera con México. Es mi única salida. Una huida desesperada y sin retorno, sí, pero huida, al fin y al cabo.
La hora y media restante de mi turno transcurren en una niebla de movimientos automáticos. Mi cuerpo funciona con piloto automático. Tomo pedidos, limpio mesas y relleno vasos de agua. Mi mente, sin embargo, esta en el modo de cuenta regresiva, cada segundo es una punzada de ansiedad. Pero, al final de mi turno, el señor Roberts, un hombre de mediana edad con un bigote gris y ojos cansados, me hace una seña desde la puerta de su oficina.
El aire en su oficina es denso, huele a café viejo y papel. Él me recibe con su habitual expresión amable. Sostiene un sobre manila, gordo con billetes y el cheque que no voy a depositar.
—Aquí tienes, Blair. Te has ganado cada centavo —dice, deslizándome el sobre.
Mis dedos se cierran alrededor de él. El contacto con el papel y el frío del dinero es una inyección de esperanza, tangible. Mi único salvavidas.
Firmo el recibo con mi mano temblorosa, y el señor Roberts levanta la mirada.
—Te veo en el turno de noche, ¿verdad? Los próximos cuatro días son temporada alta.
—Por supuesto, señor Roberts. No se preocupe.
Miento y le doy una sonrisa superficial antes de darme la media vuelta porque no quiero que note la tensión en mi cuello. No me despido de nadie, ni hago contacto visual con mis compañeras. No puedo. Me pongo un suéter ligero, color gris, sobre el uniforme. Meto el sobre con el dinero en el forro interior de mi bolso de lona, asegurándome de que esté bien oculto. El corazón me late contra las costillas como un pájaro frenético intentando escapar de su jaula.
Salgo por la puerta trasera del restaurante, donde el hedor a basura y grasa. Por un momento, me detengo frente al restaurante. Las luces parpadean, el ruido de la ciudad me rodea, y me doy cuenta de que, si no me voy ahora, nunca lo haré. Subo a mi auto, un coche viejo que tiembla cada vez que enciendo el motor. Me toma dos intentos hacerlo arrancar. Cuando por fin lo consigo, el ruido del motor me parece tan alto que temo llamar la atención. Pero no me detengo. Piso el acelerador y dejo que Las Vegas se haga pequeña detrás de mí, hasta que el letrero luminoso del último casino desaparece en el retrovisor.
Tomo la Interestatal hacia el suroeste con destino hacia California, y de ahí, hacia México. La idea de cruzar la frontera y de desaparecer en un país donde Ivanov no me alcance, me da una punzada de alivio tan intensa que casi me hace sollozar.
El tiempo pasa y el reloj en el tablero marca que he recorrido más de cien kilómetros. El alivio se está convirtiendo en una euforia leve, la sensación de estar logrando lo imposible.
Lo logré.
Mi mirada va y viene del camino al espejo retrovisor. Siempre atenta y paranoica.
Es entonces cuando las veo. Unas luces traseras demasiado cerca y demasiado rápido. Un vehículo de color oscuro, la silueta se distingue apenas en la penumbra de la carretera, acercándose a una velocidad alarmante. No le prestó atención al principio. Esto es la I-15, la gente conduce rápido.
Pero el vehículo no me adelanta. Se pega a mi parachoques traseros y la sensación de que está demasiado cerca me hace bajar la velocidad un poco y el SUV también baja la velocidad. Acelera un poco y me sigue.
No. No puede ser.
Intento cambiar de carril, pero el SUV se mueve conmigo, bloqueando cualquier escape. Está jugando. Estaba cazándome. Y entonces siento el golpe.
¡BAM!
No es un accidente, es deliberado. Mi cabeza se va hacia atrás, luego hacia adelante y logro mantener las manos firmes en el volante con la adrenalina quemando mis músculos.
—¡Maldito sea Danny! ¡Maldito seas, Ivanov! —siseó entre dientes con mis ojos fijos en el espejo retrovisor. No puedo ver la cara del conductor, solo una silueta oscura.
Aceleró y el motor del Honda protestó con un chillido agudo. Intento ganar velocidad y salir de su alcance. El segundo golpe fue más fuerte. Un impacto brutal en la defensa trasera y mi cabeza se estrella contra el volante con fuerza y la bocina emite un gemido breve.
Una punzada de dolor agudo me recorre la frente. Siento un sabor salado en la boca porque me he mordido la lengua y que mi frente esta sangrando. Maldigo, no solo a Danny, sino a Ivanov, al universo entero por esta miseria.
—No voy a parar —murmuro, sintiendo que la rabia se mezcla con el terror.
Entonces, el sonido de un disparo resuena, un trueno imposible en el desierto. Un grito escapa de mis labios. No es un grito de dolor, sino de puro horror, de saber que se ha acabado. El cristal trasero estalla en mil pedazos, una lluvia de fragmentos brillantes y fríos. El volante se suelta de mis manos, que de repente se sienten inútiles y resbaladizas, perdiendo el control.
Giro el volante con desesperación, mis pies pisan el freno y el acelerador al mismo tiempo. El coche se bambolea y sale disparado de la Interestatal, dejando el asfalto suave por la tierra áspera y desigual. Todo es un caos. Una sacudida violenta. El olor a tierra, a caucho quemado, y el golpe seco y crujiente de algo rígido. La carrocería del Honda se estampa contra un cactus gigantesco; el impacto final es una explosión sorda de fibra de vidrio y metal retorcido. Siento cómo el cinturón de seguridad me clava el pecho.
El silencio que sigue es absoluto, roto solo por el goteo de algo. — ¿Aceite? ¿Gasolina? ¿Mi sangre? — y el lento crujido de la chatarra humeante del coche.
Mis oídos zumbaban con un sonido agudo y enfermizo. El dolor es una sinfonía en mi pecho, mi frente y mi brazo izquierdo que ha golpeado el panel.
Abro los ojos viendo cómo el mundo gira lentamente.
Estoy viva.
El SUV negro se detiene justo al lado de mi coche destrozado. Las puertas se abren, y una sombra se acerca. La primera cosa que escucho es la voz, la misma voz sedosa y ronca que me había hablado hacía horas.
—No puedes escapar de mi Blair. ¿No lo entiendes?
Siento cómo mis ojos empiezan a cerrarse y lo último que veo antes de perder el conocimiento es la cara de Lucien Ivanov con una expresión de superioridad.







