La luz de la mañana entra por la ventana de la cocina con una claridad que me resulta casi ofensiva. El sol brilla como si el mundo no se hubiera roto en mil pedazos anoche, como si mi identidad no fuera ahora una mancha de ceniza en una carretera olvidada. Mis manos, frías a pesar del calor que emana de la taza de café, envuelven la cerámica con fuerza, buscando un anclaje a la realidad.
Frente a mí, Luciana lee la carta. El silencio en la cocina solo se ve interrumpido por los ruidos felices de Ethan, que está sentado en su trona, ignorando por completo el drama que se desarrolla a pocos centímetros de él. Tiene el rostro manchado de puré de fruta y está más ocupado aplastando un trozo de fresa con su mano pequeña que en comer, pero esa inocencia me apuñala el corazón. ¿He sido yo así? ¿Una extraña criada entre besos que no me correspondían por derecho de sangre?
Veo cómo el color abandona el rostro de mi hermana. Sus dedos aprietan el papel hasta que los nudillos se le ponen blanco