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Capítulo 3: El Hilo de la Deuda

El regreso a la consciencia es lento, viscoso y es como emerger de un pozo de alquitrán espeso y frío. No es un despertar, sino una dolorosa ascensión. Al principio, solo hay un zumbido agudo en mis oídos y el eco residual del impacto que ha silenciado mi mundo exterior. Luego viene el dolor, vasto y omnipresente, pero concentrado con especial saña en la parte frontal de mi cabeza.

Abro los ojos. ¿Cuánto tiempo había pasado? Minutos, horas, un siglo. No puedo saberlo. La luz que se filtra en la habitación es un testimonio de que el sol ha vuelto a salir sin mi permiso, sin mi presencia. Una luz débil y grisácea se cuela por una pequeña y alta ventana, un rectángulo minúsculo que solo ofrece un fragmento de cielo indiferente.

La habitación es blanca. Descaradamente y dolorosamente blanca. Austera, desprovista de cualquier detalle que pueda llamarse consuelo. Las paredes son de yeso liso y el suelo de cemento pulido. No hay cuadros, alfombras, ni la menor huella de personalidad o calidez. Es una caja. Una celda con comodidades rudimentarias.

Intento moverme y un gemido involuntario se atora en mi garganta. El dolor de cabeza se intensifica como si un martillo golpeara la parte posterior de mis ojos. Me doy cuenta de que mi brazo izquierdo esta inmovilizado. Giro la cabeza con lentitud espeluznante y veo el tubo transparente, fino y frío, entrando en el pliegue de mi codo. Una vía. Esta enganchada a un poste metálico del que cuelga una bolsa de suero, goteando con una regularidad irritante y monótona. Estoy en una especie de enfermería, o peor aún, una clínica clandestina.

Mi estómago se encoge.

Me llevo los dedos temblorosos a la frente. Están pegajosos y encuentro un apósito, un pedazo de gasa asegurada y cubriendo lo que sé es la herida del impacto contra el volante.

Y entonces, los recuerdos caen como cuando el velo se rasga.

La desesperación pura de mis manos aferradas al volante, las luces traseras del SUV negro, el primer golpe, la sacudida y el segundo impacto. El sonido seco del disparo y el cristal volando en una explosión de diamantes fríos. Finalmente, el impacto contra el cactus y la aparición de Ivanov.

El rostro de un depredador que me había estado siguiendo, esperando el momento justo para acorralar a su presa.

Una oleada de náusea me golpea. Intento incorporarme, a pesar del ardor de la vía en mi brazo. Tengo que salir de aquí. Esta no es mi vida y yo no soy una víctima acorralada.

Me siento al borde de la cama, mis pies descalzos tocan el frío glacial del cemento y el mundo gira. No es un simple mareo, sino un vértigo violento y paralizante. El techo blanco se convierte en un plato giratorio y la luz de la ventana se expande en una estrella cegadora. Tengo que cerrar los ojos con fuerza, aferrándome al colchón con mis manos, esperando que la tierra deje de temblar bajo mí. El cuerpo me ha traicionado. Estoy herida, débil, y totalmente a merced de mis captores.

En ese momento de vulnerabilidad total, la puerta se abre. No hay un golpe. Solo el sonido suave y autoritario de la madera pesada moviéndose. Mi corazón se dispara, catapultado por una ráfaga de adrenalina. Levanto la mirada justo cuando el hombre que deseo no volver a ver jamás entra en mi prisión.

Lucien Ivanov.

Llevaba un traje oscuro, pulcro e impoluto. Parece haber salido de una revista de moda, no de una operación de secuestro en medio del desierto. Su presencia llena el espacio de manera desproporcionada. Es alto, su cabello negro brillante cae sobre su frente con una arrogancia estudiada, y su aura es tan densa que siento que me asfixia solo de mirarlo.

Hace su entrada con una calma desmedida, sintiéndose el amo de su universo. Toma una silla de madera austera que esta arrinconada, la arrastra sin prisa hasta el centro de la habitación y se sienta. Cruza una pierna sobre la otra, descansando un tobillo sobre el muslo. El pie que le queda en el aire se mueve ligeramente, un tic de impaciencia contenida, el único signo de que no es una estatua tallada en hielo. Saca un estuche plateado, lo abre y toma un cigarrillo delgado. Lo enciende con un encendedor de oro que brilla fugazmente contra la luz. Se toma su tiempo, inhalando el humo con una pericia irritante, una coreografía de poder.

El humo, con su aroma a tabaco caro y peligro, sale de sus labios en un hilo delgado, que se disuelve en el aire blanco y, entonces, me mira. Sus ojos no son simplemente fríos; son los ojos de un felino frente a su presa acorralada. No hay emoción, solo una evaluación brutal.

—Pensé que era más inteligente, Blair Murphy —dice en un tono que sigue siendo esa mezcla de terciopelo y raspado de cuchilla que me hace estremecer—. Pensé que no haría una estupidez tan monumental como intentar escapar.

Mi boca está seca, mis labios partidos por la deshidratación y el shock. Me los humedezco, sintiendo el dolor, y me obligo a hablar, a dar una razón que no suene como desafío.

—Yo... yo solo tenía miedo —mi voz es débil, pero firme—. No puedo pagar la deuda de Danny. Cien mil dólares, más intereses... no tengo nada. Soy una mesera.

Él asiente, su expresión es imperturbable, como si acabara de confirmar un hecho trivial. Da una segunda calada profunda al cigarrillo y se toma una eternidad para exhalar, mirándome. El silencio es una tortura y cada segundo es un castigo.

—Lo sé —responde finalmente, extinguiendo el cigarrillo a medias en el suelo antes de enderezarse en la silla y pisarlo—. Y tienes razón. Una mesera, incluso una atractiva, no junta esa cantidad. Pero, Blair, quisiste burlarte de mí. Y eso no lo perdono tan fácilmente. —Se inclina ligeramente hacia adelante, y mi cuerpo se tensa, lista para huir, aunque no tenga a dónde ir. —Vas a trabajar para mí. Para cubrir la deuda.

El aliento se me corta en el pecho. Sé lo que viene. La ciudad del pecado tiene una sola moneda de cambio para las mujeres desesperadas.

—No. Yo no soy una prostituta —espeto, sintiendo una rabia caliente y cruda, por fin venciendo al miedo, pero siento el rubor subir por mi cuello.

Entonces, él suelta una risa. No es una risa real de alegría, sino un sonido seco y despectivo, desprovisto de cualquier humor.

—Por supuesto que no lo pareces, Blair —me barre con la mirada, deteniéndose en mi bata de hospital y en mi cabello enmarañado. Es una inspección, no un halago. Me hace sentir desnuda y contaminada—. Eres demasiado... frágil. Demasiado... insulsa. —Hace una pausa y vuelve a su postura. —Vas a saldar tu deuda trabajando para mí. En la noche, harás turnos en uno de mis clubs. Eres mesera, ¿no? Pues servirás mesas o lo que te ordenen. Durante el día, bueno... ya pensaremos en eso. Tendrás un techo y comida.

Parpadeó, tratando de procesar la magnitud de la ofensa.

—Lo que usted propone —digo, y mi voz se eleva, temblando de indignación—, es esclavitud. Es trabajar sin pago alguno y forzarme a cubrir una deuda que no es mía.

—Es pagar una deuda —replica, su tono de repente es duro como el granito. Su voz ya no es sedosa, sino un mandato—. Y sí, es tuya ahora. Tu esposo la contrajo. Tú eres su viuda. Es tu responsabilidad. Y por supuesto, no juegues con mi buena voluntad, Blair. No tienes idea de lo que soy capaz de hacer si te atreves a levantar la voz más de lo necesario.

A pesar de mi temblor y a pesar del dolor palpitante en mi frente, la adrenalina me da un último y desesperado impulso de dignidad. Me enderezo en la cama, ignorando la punzada en mi brazo.

—Esto es un crimen. Es secuestro y extorsión —asevero, sintiendo que el miedo sabe a cobre en mi boca.

Su reacción es instantánea. Se levanta de la silla con la gracia letal de una pantera y se acerca a la cama. No se detiene. Camina hasta estar a centímetros de mi rostro. Se inclina y su sombra me envuelve, entonces su perfume invade mi espacio. Su aliento se mezcla con el mío, es caliente y huele levemente a tabaco y menta. Es una intimidación física, brutal y perfecta. Estoy atrapada entre su cuerpo y la cama.

—Es eso, o una zanja en medio del desierto de Mojave —sus palabras son susurradas con una ferocidad que me hiela la sangre. Sus ojos ahora son dos fragmentos de hielo brillante—. Estarás bajo mis órdenes. Vas a trabajar, y pagarás cada centavo que Danny sacó para perderlo en el juego y las putas. Cada uno de sus putos lujos se pagará con tu tiempo.

En ese instante, la puerta se abre de nuevo, rompiendo la tensión física antes de que pudiera romperme a mí.

Una mujer de mediana edad, con un rostro que parece tallado en piedra, entra sin decir una palabra. Lleva una cesta de mano. Se acerca a la cama, me ignora olímpicamente, y arroja sobre las sábanas un conjunto de ropa. No es ropa, es un uniforme. Un pantalón minúsculo, de cuero sintético negro, tan ajustado que apenas dejaría espacio para respirar, y un top que es una provocación, rojo y negro, que cubre lo mínimo indispensable y la humillación se estrella contra mí.

Ivanov se endereza, y la frialdad vuelve a su voz.

—Ella es Elmira —anuncia, sin apartar los ojos de mi rostro, disfrutando de mi pánico. Elmira mantiene un rostro impasible, como si no estuviera presenciando mi sentencia a cadena perpetua—. Está aquí para que te duches y te prepares. Porque esta misma noche, Blair, empiezas a pagar la deuda.

—No voy a hacer un carajo —logro articular, con la desesperación, dándome una valentía estúpida. Mis manos se cierran en puños sobre el colchón. Puede hacer lo que quisiera, pero no iba a convertirme en su... en esto—. Puedes hacer lo que sea, pero te juro que voy a denunciarte. Voy a llamar a la policía.

Una chispa de fuego frío tiñe sus ojos y es claro que los hombres como Lucien Ivanov no están acostumbrados a que se les lleve la contraria. Su poder reside en la obediencia total. Se inclina una vez más, pero esta vez es diferente. Es un movimiento lento y calculado, para asegurar que cada palabra se grabe a fuego en mi mente.

—Escúchame bien, Esclava —sisea. La palabra esclava me golpea como un latigazo—. Si no haces exactamente lo que te pido, si te atreves a levantar la voz o intentar pasarte de lista... en menos de veinticuatro horas, voy a tener a tu hermana y a tus sobrinos en bolsas de basura a tus pies. ¿Entiendes, Blair? Sé dónde están. Sé a qué escuela van los niños. Puedo hacer que desaparezcan sin dejar rastro. ¿Vale tu miserable dignidad el precio de sus vidas?

El oxígeno desaparece de la habitación. Aspiro, pero el aire no llega a mis pulmones. Mi pecho se oprime por el horror absoluto y mi mundo se disuelve en terror. Él sabe. Claro que sabe sobre mi familia, mi única debilidad. La amenaza no es una fanfarronada, sino una promesa de carnicero. Mi rabia muere, reemplazada por una anulación total.

Lucien se endereza con la victoria brillando en sus ojos.

—Ahora, Elmira te va a preparar. —Se dirige hacia la puerta—. Por la mañana, tendrás actividades para que tu cerebro entienda que ya no eres libre. Y a partir de este momento, me perteneces. Eres mi maldita esclava, Blair. Y voy a romperte las veces que me plazca.

Con eso, sale de la habitación. Me quedé sola, mirando a Elmira, que mantiene una expresión fría y sus manos cruzadas frente a ella. Parpadeo conteniendo las lágrimas, hirviendo de dolor y frustración, pero me niego. No. No voy a darles el gusto de verme rota.

Si Lucien Ivanov piensa que va a romperme, entonces no me conoce.

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