Mundo ficciónIniciar sesión
El colchón me abraza, pero es un abrazo vacío. El último refugio en estos días de miseria. Han pasado veinticuatro horas desde que arroje un puñado de tierra sobre la caja de madera que contenía los restos calcinados de mi esposo. Lo había hecho como mi última acción hacia él. Una que al final no merecía. Mi esposo. Danny. El simple sonido del nombre ahora es una espina en mi garganta, un trago amargo. Me revuelvo en la cama, buscando una posición que no me recuerde el frío de la iglesia o el olor a tierra mojada. Las sábanas son una caricia áspera contra mi piel, un consuelo pobre contra el temblor interno que se detiene.
El departamento está sumido en una oscuridad tan densa que casi puedo saborearla. Es mi forma de luto, y también mi protesta; no quiero que la luz toque la basura de mentiras en la que se ha convertido mi vida. Habían sido unos días tan largos y agotadores que mis huesos duelen con el peso de la pena y, ahora, con el alquitrán pegajoso de la traición.
Danny y yo habíamos sido un cliché maravilloso. Amigos en común, una risa en un bar ruidoso, y desde ese primer momento, la certeza de que mi búsqueda había terminado. Había dado de frente con mi alma gemela. Esa palabra, antes luminosa, ahora arde como ácido en mis entrañas. Creí en él. En cada una de sus promesas, en cada mirada tierna. Creí en nuestro futuro hasta el momento en que la realidad, con una crueldad de bisturí, me había rebanado de un tajo el alma.
El funeral. Un circo de pañuelos y sollozos. Estaba allí, en la primera fila, con mi vestido negro y el corazón hecho trizas, y entonces ella entró. Una mujer de aproximadamente mi misma edad, con una copia de mi misma angustia en los ojos, solo que la suya venía multiplicada por dos pequeños. Dos niños. Ella se abalanzó sobre el féretro cerrado —porque no había nada que ver después de accidente y el fuego, solo cenizas— y gritó por el padre de sus hijos.
Mi mundo se detuvo en ese instante y mi duelo se congeló. El aire dejó de ser aire para convertirse en cristal triturado.
El corazón se me rompió, no en la forma trágica y romántica de la viuda, sino en una implosión asquerosa, como una fruta podrida. Mi dolor por su perdida fue reemplazado, de un instante a otro, por una furia tan helada y cortante que me daban ganas de levantarme, agarrar la urna con los restos de mi difunto esposo y arrojarla por la ventana, esparciendo sus rostros juntos a la basura de la calle, que era donde pertenecían sus promesas. «Danny, mi alma gemela. El mentiroso, el traidor». Un hombre con una vida doble que me había dejado sosteniendo las migajas. ¿Con quién me había casado, en realidad?
Un suspiro ruidoso y áspero sale de mis labios mientras me giro en la cama, hundiéndome en el edredón, trato de respirar hondo, de meter mis emociones en la pequeña caja que he construido para ellas desde ayer.
Entonces me quedo inmóvil al escuchar un ruido. El sonido es distinto al crujido habitual de las viejas tuberías. Este es un sonido seco, como madera astillándose.
Mi pulso, que ya late con la irregularidad de un tambor roto, se acelera. El miedo se siente como una oleada de frío que me recorre la columna, u nudo apretado en la boca del estómago. Escucho de nuevo el mismo ruido, tensando cada músculo de mi cuerpo. El silencio es mi enemigo, amplificando mis propios latidos.
Crack. Crack.
El sonido se repite. No es un sueño. No es la histeria del luto. Es alguien que trata de entrar a mi departamento
El dolor y la traición se evaporan, reemplazados por una oleada de adrenalina pura y animal. Salto de la cama y mis pies tocan el frío suelo. Mis ojos, acostumbrados a la penumbra, buscan el único objeto sólido y confiable que tengo a la mano y es irónico que sea un b**e de béisbol que Danny había comprado en un arrebato fugaz de deportividad cuando se unió a un grupo de softbol en el trabajo. Nunca fue bueno en el campo, pero ahora, en mis manos, se siente poderoso, pesado y real.
Ajusto el agarre, sintiendo la textura de la madera. Mi pijama de franela de dibujos animados es ridículamente infantil, y no ofrece protección, pero me da un propósito. Voy hacia el pasillo, moviéndome con el sigilo que solo el terror puede enseñar. Cada respiración es superficial y cada paso es medido. Llego a la entrada de la sala, donde la oscuridad es casi total, solo interrumpida por un débil resplandor anaranjado que se filtra de las luces de la calle a través de la ventana. Mis ojos escudriñan la sombra. No hay nada y me pregunto si es producto de mi imaginación o alguna rama golpeando la ventana.
Justo cuando mi cerebro intenta gritar alivio, una mano enorme y áspera me cubre la boca. No lo veo venir porque la velocidad con la que lo hace es de un depredador. El grito se ahoga en mi garganta y se convierte en un gemido sofocado, un ruido de un animal atrapado. El pánico se apodera de mi cuerpo. La persona que me tiene retenida es grande y fuerte. Su cuerpo me inmoviliza por detrás. Lucho de manera frenética, alzando el b**e con todas mis fuerzas para golpear a mi atacante, pero en un movimiento rápido y brutal, el arma es arrancada de mis manos por otra mano y arrojada con un golpe sordo contra la pared. Mi fuerza es patética contra la de ellos.
Mientras forcejeo, una voz se desliza en mi oído. No es la voz del hombre que me sujeta. Es una voz ronca, sedosa y peligrosa.
—Señora Murphy —dice con un tono que es casi una burla, con un acento que no puedo identificar—. ¿Así es como recibe a sus visitas?
Mis ojos se clavan en el lugar de donde proviene la voz. La silueta emerge de la oscuridad, acercándose al débil brillo de la ventana. Entonces lo veo. Un hombre alto, muy alto y cabello negro, un contraste dramático contra la pálida luz. Cuando se detiene, mis ojos captan sus facciones. Pómulos afilados, y unos ojos parecidos dorados parecidos a los de un buen whisky que parecen sorber la poca luz que hay. Lleva un traje a medida, impecable, incluso en la penumbra. Su porte no es de un ladrón común, sino de alguien que irradia una autoridad silenciosa. Poder, elegancia y un peligro tan palpable que se siente como el calor de un arma apuntándome. Su sonrisa, cuando aparece, es una cosa de pesadilla, una curva depredadora que no llega a sus ojos fríos.
Mi corazón comienza un ritmo atronador, una percusión de puro terror contra mis costillas.
—Le diré a mí... compañero —continúa el hombre elegante, sin inmutarse por mi forcejeo silencioso— que la libere si promete no gritar. Solo quiero hablar, señora Murphy. Es todo.
Mis opciones se recalibran a la velocidad del pánico. Gritar es inútil, el hombre detrás de mí me silenciaría de nuevo y, probablemente, con más fuerza. Estoy atrapada, con una mezcla de miedo, furia y desesperación. Asiento con la cabeza, en un movimiento apenas perceptible.
El hombre elegante, que me parecía extrañamente conocido, hace un pequeño gesto con la mano.
El agarre detrás de mí se afloja y la mano se retira de mi boca, dejando un rastro de humedad y el sabor metálico del miedo. Doy un paso tembloroso lejos del hombre que parece un armario de dos puertas que permanece silencioso, y sé que tome la decisión correcta porque no tendría escapatoria.
—No sé quiénes son —digo, y mi voz es un hilo fino y tembloroso, pero con una capa de hielo que intento mantener firme—, pero si no se van ahora mismo, voy a llamar a la policía.
El hombre elegante suelta un suspiro, un sonido de paciencia agotada y burla, mientras inclina ligeramente la cabeza.
—Antes de que haga eso, permítame presentarme. Mi nombre es Lucien Ivanov. —El nombre golpea mi cerebro. Lo he escuchado antes. ¿Dónde? Mi mente lucha por concentrarse, por sacar esa información enterrada bajo el trauma y la traición. —Y su esposo me debía mucho dinero. —Continúa, y la sonrisa depredadora se hace más amplia y más escalofriante. Hace una pausa y arregla uno de los gemelos de su impoluta manga de la camisa. El silencio se llena con el eco de la sangre en mis oídos. —Y por supuesto, alguien tiene que pagar.
Hace un gesto con la mano hacia el sofá del salón. El mismo sofá donde Danny y yo habíamos compartido interminables noches de cine y promesas vacías.
—Así que la invito a que tome asiento, señora Murphy. Abra bien los oídos y escuche.
Lo miro con absoluta incredulidad. ¿De qué está hablando? ¿Deuda? Mi incredulidad es tan grande que casi se lleva el miedo que siento, reemplazándolo por una rabia sorda, una sensación de que esto es otra jodida broma cruel.
No tengo tiempo de reaccionar. El hombre musculoso se mueve a mi lado, y antes de que pueda protestar, su mano se cierra alrededor de mi brazo. No es un agarre doloroso, sino firme e innegable. Me empuja con suavidad, pero con la fuerza de un dictador, hacia el sofá, ahora apenas visible a la luz de la calle.
Otro hombre, al que no había visto antes, aparece en la entrada como una sombra más en el pasillo.
—Requisa la casa, Gregory —ordena el elegante, con un tono casual, como si pidiera una taza de té.
Y es entonces cuando el nombre hace clic en mi cabeza. Un destello frío de reconocimiento me recorre, más escalofriante que cualquier otra cosa que he sentido esa noche, porque solo he escuchado de este hombre en medio de los rumores y los susurros de los que la gente no hablaba.
Lucien Ivanov.
Es el jefe. El hombre que maneja los hilos de la ciudad y de las sombras. El hombre a cuya ley todos responden sin cuestionar. La organización criminal que es más bien una sombra, pero que todos en la llamada ciudad del pecado saben que existe. Entonces el miedo se convierte en un terror frío y paralizante.
Trago saliva y el nudo en mi garganta se endurece hasta convertirse en piedra.
—No… yo no sabía —consigo decir—. No tenía idea de que Danny... —mi voz se quiebra—. Él no me dijo nada.
—Sí, ese es el problema de las ratas como Danny. —Asevera en tono frío y una mirada que me escudriña cuando llevo un mechón rojo de mi cabello detrás de la oreja con manos temblorosas.
Entonces el hombre que me sujetaba regresa con una bolsa de algo y la deposita en la mesa, llamando mi atención. Dentro hay papeles, facturas, números, y un par de fotografías impresas que el hombre llamado Lucien alarga como prueba de que mi ignorancia no lo exime de cobrar. En una de las fotos, a contraluz, aparece Danny junto a otra mujer; en otra, con la mujer del funeral con los niños. Mis manos tiemblan con cada imagen. No consigo recordar cómo mi vida se desborda en documentos que yo no vi venir.
—Ignorar esa deuda no es una opción —comenta Lucien mientras arroja una de las fotografías sobre la mesa ratona—. Puedo dejarlo en manos de mis hombres, o puedo darte alternativas. No soy un hombre caprichoso; soy... práctico. Pero la decisión final será mía si no colaboras.
Su tono denota sin duda el alcance de su palabra. “Alternativas” suena a condiciones y a términos que una persona normal no podría asumir.
La casa es registrada. Abren los cajones donde guardo facturas; buscan en el lavadero, en la costura de los cojines. Cada lugar íntimo se vuelve público. Cada objeto recibe la mirada áspera de un juez que decide el destino. Me siento violada no solo en mi intimidad física, sino en mi historia. ¿En qué estaba metido Danny? O, para ser más exacta, ¿con quién diablos me casé? Y, peor, ¿qué papel juego ahora en esta historia?







