El silencio en la habitación de invitados de la casa de Luciana es una presencia física, un peso que se asienta sobre mi pecho y me impide respirar con normalidad. Estoy acostada, con la mirada perdida en las sombras que el armario proyecta sobre la pared, pero mis ojos no dejan de desviarse hacia la mesa de noche. Allí está. Ese sobre amarillento que parece contener el fin del mundo tal como lo conozco.
Mis noches suelen ser un torbellino de luces de neón, música retumbante y el roce de la seda contra mi piel mientras bailo en el club. Estoy acostumbrada a la fatiga, al agotamiento físico que te hace caer en un sueño profundo nada más tocar la almohada. Pero hoy, el sueño me ha abandonado por completo. La tarde fue extraña, cargada de una tensión que no supe explicar hasta que encontramos esa caja, y en ella, este sobre que lleva mi nombre.
Me siento en el borde de la cama con un suspiro frustrado. Mis rodillas tiemblan levemente. Me paso las manos por el rostro, tratando de borrar l