Leonard no había dormido. El pen drive con la ejecución de Adrian Koves seguía sobre la mesa, junto a la pluma negra que, aunque seca, parecía absorber la luz de la habitación. El whisky en su vaso estaba intacto; ni siquiera tenía fuerzas para beber.
Isabella entró, envuelta en una bata de seda, intentando aparentar calma. —¿Piensas quedarte así toda la mañana mirando esa cosa?
—¿Tú viste lo que yo vi? —Leonard levantó la mirada—. No fue un golpe de advertencia. Fue una declaración de guerra.
—Tal vez si dejamos de provocarla…
—¡No la estamos provocando, Isabella! —golpeó la mesa—. ¡Ella nos está cazando!
Isabella retrocedió, pero mantuvo la voz firme. —Si te ves así, tus hombres también se van a quebrar.
Leonard apretó la mandíbula. Y ella tenía razón.
En la sala de juntas, el círculo interno estaba reducido a la mitad. Algunos habían huido, otros habían dejado de contestar llamadas.
Solo quedaban los que dependían directamente de Leonard para sobrevivir… y que sabían que, s