En el edificio Zenith. El tic-tac del reloj de pared parecía amplificado.
Adrian estaba sentado en su sillón, la pistola con silenciador de Aelin fija en su frente.
—¿Quién eres? —logró murmurar—. ¿Y qué quieres?
Aelin no respondió de inmediato. Caminó despacio hacia el escritorio, revisando los documentos y moviendo un par de carpetas con la punta de los guantes.
—Quiero respuestas —dijo al fin—. Quiero nombres, rutas, cuentas y todo lo que sabes sobre Leonard y Arkenis.
Koves rió con nerviosismo. —No sabes en lo que te metes. Si tocas a Leonard, estarás muerta en…
El clic del seguro de la pistola lo hizo callar.
—Adrian… —susurró ella, inclinándose hasta que sus ojos quedaron a pocos centímetros de los suyos—, si yo estoy aquí, ya no tengo miedo de morir. El que debería tenerlo… eres tú.
Aelin lanzó sobre la mesa una carpeta que había tomado de su chaqueta.
Fotografías impresas, movimientos bancarios y capturas de reuniones.
—¿Te suena esta transacción? Doce millones de dó