En la residencia Elizalde, Leonard despertó sobresaltado.
No había sonido, no había movimiento… pero algo en su instinto le dijo que no estaba solo. Tomó la pistola que guardaba bajo la almohada y caminó hacia el pasillo, descalzo, con el corazón golpeando en su pecho.
No encontró nada, la casa estaba silenciosa como un mausoleo. Inmediatamente, regresó a la habitación y, al encender la luz, lo vio.
Encima del tocador, sobre su corbata favorita, había una pluma negra.
Y bajo la pluma, una tarjeta blanca con tinta roja: «No escaparás»
Leonard se quedó helado.
No había ruidos de ventanas forzadas, ni cerraduras dañadas. Eso significaba una sola cosa: ella había estado allí y él no lo había notado.
Despertó a todos los guardias con gritos.
Revisaron cámaras, entradas, salidas… pero no había rastro.
—¡Revisen cada centímetro! —ordenó, sudando frío—. ¡Quiero saber cómo entró!
Uno de los guardias, nervioso, intentó explicarse: —Señor, es imposible… no hay señales de ingreso.
Isab