El aire dentro de Villa Orquídea parecía más pesado que afuera. Cada rincón guardaba silencio, como si las paredes mismas hubieran aprendido a callar secretos. Aelin, Darian y Sasha avanzaban con cautela por los pasillos, alumbrados por la luz tenue que se filtraba entre las cortinas polvorientas. La sensación de ser observados seguía latente.
Aelin sostenía contra su pecho las cartas que había encontrado, pero aún faltaba algo. Sus padres habían mencionado aquella villa como un refugio, un lugar seguro, y sin embargo todo lo que hallaban eran advertencias y trampas.
Llegaron a una habitación más amplia, que parecía haber sido un despacho. La madera oscura de los estantes estaba cubierta de polvo, pero los libros seguían allí, alineados como si esperaran ser leídos. En el escritorio central había papeles desordenados y una lámpara rota. Aelin se acercó con el corazón acelerado.
—Aquí debió trabajar mi padre —murmuró, pasando los dedos por la superficie del escritorio.
Darian levan