La medianoche se deslizaba lenta sobre la mansión Belmonte.
El tic-tac del reloj era el único sonido que acompañaba a Adrián en su despacho. Frente a él, una copa de vino reposaba a medio terminar, y los documentos esparcidos sobre el escritorio se habían vuelto un simple fondo borroso, opacado por los pensamientos que no lo dejaban en paz.
Había querido creer que los rumores eran solo eso: murmullos sin sentido.
Pero la imagen de Miranda sonriendo junto a otro hombre, evocada por las palabras de Sara, se clavaba en su mente como una espina invisible.
La amaba, sí. Pero por primera vez en mucho tiempo, dudaba de sí mismo. Dudaba de su capacidad para conservar ese amor sin sofocarlo.
Se recostó en la silla, cerrando los ojos.
Recordó los días en que Miranda reía sin miedo, cuando sus conversaciones fluían con naturalidad, cuando él no necesitaba comprobar nada. ¿En qué momento había empezado a desconfiar? ¿Era ella quien cambiaba… o era él quien ya no sabía reconocerla?
El vino sabía a