El amanecer se filtraba a través de las cortinas del ventanal, bañando la habitación con una luz suave y dorada. Miranda despertó con una sensación extraña, una incomodidad sutil que no podía definir. Se giró hacia su lado y, como en los últimos días, el lugar de Adrián estaba vacío. La almohada conservaba su aroma, pero el espacio era frío, igual que el aire y la distancia que comenzaba a formarse entre ellos.
Desde que Sara había empezado a trabajar en la empresa, algo había cambiado. Al principio, Miranda no le dio importancia: entendía que Adrián debía pasar más horas en la oficina, que los nuevos proyectos podían demandar su tiempo. Pero los silencios durante la cena, las miradas evasivas y el tono distante empezaban a hablar más fuerte que las palabras.
Suspiró y se sentó al borde de la cama, mirando por la ventana. La mañana era hermosa, pero ella sentía que el brillo no alcanzaba su pecho.
—Ya no me mira igual… —murmuró para sí.
Se levantó despacio, tomó una ducha rápida y se