La luz de la mañana se filtraba tímida por las cortinas del dormitorio, acariciando el rostro de Miranda, quien se desperezó lentamente. Al girarse hacia el otro lado de la cama, el espacio vacío la golpeó con una sensación fría y amarga. El lado de Adrián estaba intacto, sin señales de haber sido ocupado.
Suspiró con pesadez, quedándose por un momento mirando el techo. Últimamente, esa sensación se había vuelto habitual: abrir los ojos y encontrar la mitad del lecho desierta, la almohada sin el calor de su cuerpo. A pesar de que las cosas parecían ir mejor entre ellos, algo invisible —como una neblina densa— se interponía en medio de lo que intentaban reconstruir.
Miranda se incorporó lentamente, arropándose con la bata de seda que descansaba sobre el sillón. El reloj marcaba las nueve de la mañana. Era sábado, y ella sabía que Adrián nunca iba a la empresa ese día. Tal vez estaría en el despacho, leyendo o revisando algún documento, como solía hacer cuando quería evitar las conversa