El silencio se quedó flotando en el aire mucho después de que la puerta se cerrara. Miranda seguía de pie, inmóvil, con la mano aún apoyada en el pomo, mirando la madera como si esperara que Adrián volviera a aparecer en cualquier momento. Pero no lo hizo. Su perfume —ese inconfundible aroma entre cedro y bergamota— aún impregnaba la sala, mezclado con el leve olor del café que Javier había servido minutos antes.
El abogado la observaba con una mezcla de incomodidad y preocupación. Había presenciado demasiadas discusiones, rupturas y llantos en su carrera, pero lo que acababa de pasar tenía otro peso. No era una escena de odio, ni siquiera de resentimiento: había sido un enfrentamiento lleno de algo más profundo… una tensión entre el amor que se resiste a morir y el orgullo que no permite salvarlo.
—Miranda… —empezó Javier con voz baja—, ¿estás bien?
Ella parpadeó lentamente, como si recién regresara de un trance. Sus ojos estaban fijos en un punto invisible.
—No lo sé —susurró al fin