El camino de regreso a la ciudad se extendía como una línea interminable de asfalto bajo el gris del atardecer. Adrián conducía sin prisa, con el ceño fruncido y los dedos apretando el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Su respiración era controlada, casi artificial, como si cada exhalación contuviera una tormenta. A cada kilómetro repasaba lo que había visto en la pequeña casa: el rostro de Miranda, la sorpresa en sus ojos, la presencia del abogado junto a ella. Esa imagen lo perseguía como una punzada en el pecho.
“Ya me firmó los papeles”, había dicho Javier Ortega con aquella seguridad de quien se cree protegido por la ley.
Y Adrián, apenas un segundo ante de salir, había sentido cómo su mundo se fragmentaba otra vez. No por la pérdida en sí, sino por la forma en que ella había logrado escapar de su control.
Miranda, su esposa.
Miranda, la mujer que había amado con una mezcla de devoción y desesperación.
Miranda, la que ahora pretendía borrarlo de su vida con u