Miranda sostuvo su mirada unos instantes. No podía desafiarlo abiertamente, no todavía. Su seguridad dependía de cada palabra medida, de cada pausa calculada. Entonces lo dijo:
—Lo pensaré.
Lo pensaré. Dos palabras que sabía que él odiaría. Dos palabras que no eran una aceptación ni un rechazo, sino un muro invisible. Era la única forma que tenía de recordarle que aún conservaba un espacio de decisión, aunque pequeño, aunque precario.
Mientras lo veía apretar la mandíbula, Miranda escondió una sonrisa apenas perceptible en los bordes de sus labios. No era triunfo, era resistencia. Adrián podía llenar la casa de pinceles y lienzos, pero jamás podría obligarla a pintar como él quería, ni a sentirse suya del modo en que él ansiaba.
Por dentro, supo que había ganado una batalla silenciosa. No la guerra, pero sí un terreno mínimo, el de su voluntad. Porque lo cierto era que no necesitaba un taller en la mansión. Lo que de verdad necesitaba era aire. Y en secreto, ya había empezado a buscar