Desde el accidente, Adrián había aprendido una verdad incómoda: la fragilidad lo acechaba. Aquella caída —ese golpe que le robó recuerdos, que lo dejó con lagunas donde antes había certezas— lo obligó a construir un mundo rígido, hecho de reglas que solo él dictaba. Perder el control una vez había sido suficiente para que jurara nunca más ceder nada a la casualidad. Desde entonces, cada aspecto de su vida estaba calculado: los negocios, los empleados, los horarios, hasta las conversaciones. Todo debía girar en torno a su voluntad.
Y Miranda no era la excepción.
La observaba en silencio mientras caminaba por los pasillos de la mansión, con esa forma suya de moverse como si el espacio le perteneciera. No era una invitada ni una prisionera: era su esposa. Y, sin embargo, cada gesto de ella le recordaba lo poco que tenía asegurado. Esa distancia deliberada que mantenía lo enloquecía.
Adrián no entendía cómo alguien podía ser tan contradictorio. Cuando se miraban frente a frente, juraría q