La vida junto al río había adquirido una dulzura inesperada. Julia despertaba cada mañana con el murmullo del agua fluyendo, con el aroma a madera húmeda y pan recién horneado que llenaba la posada. Sebastián, a su lado, era un hombre distinto al que conoció entre miradas desconfiadas y silencios tensos. Ahora lo veía reír, lo veía ayudar a los huéspedes a cargar maletas, lo escuchaba tararear mientras arreglaba una puerta o revisaba las barcas que atracaban cerca.
Eran días sencillos pero plenos, en los que el amor parecía crecer en cada gesto compartido. Julia había comenzado a creer que, quizá, la vida le ofrecía finalmente la oportunidad de ser feliz sin reservas, sin dudas, sin tormentas.
Sin embargo, hasta los ríos más tranquilos esconden remolinos, y el destino, caprichoso, no tarda en recordar que las sombras siempre encuentran la manera de regresar.
Aquella tarde, el cielo estaba cubierto de nubes pesadas, y el aire arrastraba un presagio extraño. Julia estaba en la recepción